La culpa que nunca se va.
De poco sirve saber que es una intrusa, que no es real, que solo quiere hacernos daño. Porque al final la racionalidad queda en un segundo plano y el cansancio sumado a lo emocional hacen que a veces, y no pocas, ella salga ganando.
He pasado unos días enferma. Un catarro acompañado de fiebre, mucho malestar, dolores, agotamiento me ha tenido en jaque casi una semana y ha sido un horror. Los primeros días, que sin duda fueron los peores, pude contar con mi marido que, si bien acabó también mostrando los mismos síntomas fueron más laves y fue capaz de hacerse con las riendas de todo para que yo no tuviera que esforzarme. Primero para acelerar la recuperación y segundo porque no podía aunque quisiera.
Sin embargo el fin de semana tuvo que irse fuera de Madrid y, aunque fueron solo 24 horas, el sábado por la tarde yo me encontraba terriblemente mal.
Ya me costó darle de comer a Rodrigo lo mio,,afortunadamente fue de esos días en los que la cosa fue rápida y quiso acostarse un poco. Yo no pude comer nada, estuve con náuseas hasta el día siguiente y un dolor de cabeza tal que solo quería llorar. Pero cuando tienes personas a tu cuidado, personas con grandes necesidades de apoyo el descanso no llega cuando uno quiere. Mi hijo no entiende si yo estoy o no enferma. Y si se despierta molesto, o se ha hecho pis, o tiene una crisis, o necesita algo no sabe demorar la demanda, ni esperar a que me encuentre mejor. Es algo con lo que una debe aprender a lidiar, aunque no es fácil, ni tratando de desplegar todo el cariño del mundo.
Llevaba un rato tumbada y cuando parecía que al fin podía dormirme -llevo durmiendo unas cuatro horas no recuerdo cuánto tiempo ya- apareció él por el pasillo gritando. Y solo pude llorar. De impotencia.
Ahí estaba, la culpa por querer que siguiera dormido.
Lo tumbé en el sofá y le puse los dibujos. Eran las tres de la tarde.
En casa tenemos dos salas de estar así que me fui a la otra, con un ibuprofeno, mucha agua, hielo y un reloj que iba mucho más lento de lo que desearía, porque la tarde del sábado no avanzaba. Nada.
Estuve dando cabezadas a ratos y cuando quise darme cuenta eran las seis de la tarde. No había llegado a dormirme del todo pero estaba ahí, tratando de distraer la mente viendo la televisión. Eso en cualquier otro contexto sería lo más normal del mundo pero en mi universo fue devastador tomar conciencia de ello.
Mi hijo estaba en el salón, totalmente despierto, ya casi en penumbra porque aquí anochece muy pronto. Si, su hermano estaba con él pero tiene diez años y se pasó toda la tarde, aprovechando el vacío de supervisión, jugando a la consola. Rodrigo no había merendado, no tenía el IPAD, había que cambiarle el pañal…y yo, me derrumbé al verlo.
De nuevo, la culpa.
Mientras le daba de comer él me miraba sonriente y yo no podía dejar de llorar y darle besos. Y sin saberlo, con sus abrazos me estaba perdonando.
Pero la tarde siguió y volví a caer en el sofá porque no era capaz da hacer nada del malestar. Mi hija me acompañaba haciendo sus cosas y yo simplemente me dejé.
Recuerdo la tarde como un estado de ensoñación, os lo prometo.
Eran casi las ocho cuando subí a ponerme el pijama, les pedí a los niños que hicieran lo mismo y cambié a Rodrigo. Esa noche había cena temprana y libre, lo que se traduce en pizza para uno, fruta para la otra y elección para el mayor que se decantó por un trozo de tortilla de patatas.
Tras darle a Rodri la medicación practicamente lo arrastré a su cama y los otros, que son más mayores, se organizaron solos.
Cuando me metí acosté solo podía pensar en que no había sido madre esa tarde. Había dejado a mis hijos a su aire, sin estar atenta, sin hablar con ellos, sin preguntar qué hacían, cómo se encontraban, qué necesitaban. Sin asomarme ni un minuto para ver si estaban bien. Había descuidado a Rodrigo por completo, un ser que depende completa y totalmente de mi. Lo dejé con una tablet toda la tarde, sin más palabras, sin compañía. conectado.
¿Sabéis cómo me hizo sentir esa imagen? Como la peor persona del mundo. Como una madre terrible e irresponsable. Y me acabé quedando dormida entre lágrimas.
La culpa.
Ayer reflexionaba sobre esto y solo pensar, solo rememorarlo me vuelve el estómago del revés. Porque está cargado de emocionalidad. Sin embargo sé que el enorme cansancio que arrastro empaña gran parte de la realidad que estoy viviendo y que viví. Porque fue un momento en el que no había nadie para cuidarme y de algún modo mis hijos me lo facilitaron precisamente no buscándome, no preguntando, no haciendo ruidos. Estuvieron ahí, sin recriminaciones, sin enfado, sin reproches. Yo soy la que me he estado fustigando, y aún lo hago.
Porque la culpa, por muchos años que pasen, por mucho que vayamos despedazándola está al acecho a la mínima oportunidad. Da igual cuál sea nuestra situación, nuestras buenas intenciones, no importa. Está dispuesta a arrancarnos la dignidad, la fortaleza, a tirar por tierra los avances que vamos logrando, a minar nuestra autoestima…
Lo bueno es que tras tanto tiempo sé que es algo pasajero, que puedo hacer que ese sentimiento permanezca poco tiempo en mi cabeza. Sé que el no dormir me afecta tanto que me hace vivir al límite determinadas emociones y experiencias.
Hoy os mentiría si os dijera que no me hace sentir mal pensar en ello, pero es cierto que duele menos. Y porque sobre todo, sobre todas las cosas, tengo a unos hijos que me quieren incondicionalmente, que saben que jamás haría algo para hacerles daño, que me preocupo por ellos y que mamá, a veces, también enferma y tiene uno de esos días…