5 de Julio de 2009.
Una crisis convulsiva a las 5 de la mañana iba a darle un giro a toda nuestra vida. Porque tras meses de dudas, de sospechas, de insistencia, de miedos internos…en ese momento, dentro de coche, intentando que Rodrigo volviese en si todo encajaba, todo cobraba forma y se volvía realidad. Teníamos razón, no eran cosas de primerizos, no eran agobios ni exageraciones nuestras.
Ahí comenzaba un camino lleno de visitas a profesionales, segundas opiniones, EEG diurnos, nocturnos, con y sin privación de sueño, neuropediatras, analíticas de todo tipo…Rodrigo «tenía algo», ahora sí que sí.
El primer profesional al que acudimos en Madrid, aún con el susto de la posible #Epilepsia en el cuerpo, lo primero que hizo nada más entrar en la consulta sin prácticamente mediar palabra fue «su hijo es autista, lo saben, ¿no?» Más allá de la carencia completa de tacto, de la falta de empatía y de una visita en la que la cercanía y la mirada fueron inexistentes, con el tiempo tendríamos que darle la razón. Sin embargo, conforme salía de allí lo primero que hice fue decirle a mi marido que no, ni hablar, que era imposible. Que Rodrigo no tenía autismo porque él miraba a los ojos. Sin embargo, ahí se quedaba plantada la semilla..
De hecho yo SABÍA….pero no quería ver.
Porque no podía ser.
Porque mi hijo no cumplía con los estereotipos que tantos libros y películas habían arrojado creando un prototipo super estructurado en mi mente.
Porque Rodrigo no se parecía nada a un niño con el que apenas unos años antes había estado trabajando y cuya vida y la de su familia eran complicadísimas.
Porque él miraba a los ojos y tenía sonrisa social.
Porque mi vida no podía ser tan difícil.
Esa negación duró años. Porque la esperanza de que avanzara no se perdía, de alcanzar una cierta «normalidad». Las comparaciones se convirtieron en una obsesión porque era a lo que yo me agarraba, a eso y a incontables horas de todo tipo de terapias…
Llegaban cada vez más síntomas y signos de sus distintas condiciones y afectaciones y aún así me aferraba a cualquier estudio, cualquier foro, cualquier libro, cualquier terapia que pudiera romper la burbuja en la que Rodrigo se había instalado y de la que no conseguíamos sacarlo.
Porque mi hijo cada día que pasaba estaba más y más alejado de lo que se esperaba en su desarrollo cronológicamente hablando. Y eso dolía, mucho.
De alguna manera, aunque la adaptación a la nueva realidad iba llegando siempre quedaba ese residuo de «¿Pero y si? Es que él no está tan mal, es que aún queda mucho tiempo…«. Y, aunque sabes que el calendario en este caso no es un aliado no es nada fácil racionalizar y ver de verdad.
El lograr aceptar lo inevitable, entender que había mucho que podíamos hacer pero que también había muchísimo que él no iba a alcanzar nos hizo respirar y aprender a vivir día a día. Eso fue liberador.