El miércoles Rodrigo tuvo una crisis epiléptica a las cinco y media de la mañana. Dado que últimamente el período post ictal estaba siendo bastante breve supuse que estaría más o menos recuperado para ir al colegio, pero no fue así.

Pasó una mañana durísima. Alternaba momentos de somnolencia con gritos de dolor, en los que entiendo que la cabeza le estallaba, al tiempo que las náuseas eran una constante. Me miraba con cara de desesperación y mi impotencia por no poder ayudarle era enorme. Lo único que pude hacer en esos momentos, cuando estaba despierto y sufriendo fue acompañarlo.

Y así transcurrió una mañana que se prolongó hasta la una y media del mediodía, momento en el que se levantó de la cama para ir al sofá y, aunque aún estaba apagado ya daba señales de ser él mismo.

Estoy en la cama de Rodrigo abrazándole tras una crisis,

Sobra decir que mi papel a lo largo de esas horas fue exclusivamente el de ejercer de cuidadora, alternando la atención con mis otros dos hijos que todavía no han comenzado el colegio.

Mi planificación de la jornada pasaba por realizar una serie de gestiones fuera de casa (con los dos pequeños a cuestas, claro está), una con cita previa, hacer un par de recados de cierta urgencia, trabajar y seguir en el desarrollo de mi TFM. Todo eso se quedó sin tachar en mi agenda.

Por la tarde intenté recuperar algo de tiempo pero las labores de casa estaban ahí, esperando, y Rodrigo, cuando no se encuentra bien, desarrolla una mamitis mucho más acentuada si cabe. Es normal, quiere mimos y sentirse acompañado.

Acababa el día y mi sensación era la de no haber hecho nada pero al mismo tiempo estar agotada, muy muy cansada. Con no hacer nada me refiero a nada más además de ejercer de madre y cuidadora, que no es poca cosa, pero es solo una faceta más de mi vida.

Y, aunque era consciente de que había hecho lo que tenía que hacer porque las circunstancias mandaban y mi hijo es mi prioridad, no dejaba de sentirme culpable por no haber podido hacer frente a todas esas cosas que tenía pendientes y que ya se habían acumulado a otras en días posteriores.

Salvando las distancias y el hecho de que las crisis no son una constante, ese día fue muy muy parecido a cualquiera de mis días típicos vividos desde el inicio del confinamiento.

Es cierto que no tiene sentido ya echar la vista atrás pero la sensación de no llegar, de estar a medias es difícil que no evoque esos momentos, cuando concurren todas estas circunstancias. Y no llegar con el consecuente estrés añadido y las repercusiones que este estado, sostenido en el tiempo, acarrean a la salud física y emocional.

Diagrama en círculos con flujo de flechas en el sentido de las agujas del reloj que indica el círculo vicioso que supone el no llegar a nada, no contar con apoyos, no poder cumplir con trabajo, familia, pareja y autocuidado, falta de medidas, estrés...

Durante los meses sin clase tuve que asumir una gran cantidad de roles en el hogar; desde profesora, educadora, madre, compañera de juegos, psicóloga, al tiempo que asumí toda la logística de la casa. Pero es que además hice de terapeuta y de cuidadora de un gran dependiente, sin olvidarme de mi parte profesional y personal. Y encontrar el equilibrio entre TODO eso fue imposible. No es que no lo consiguiera, es que fue frustrante el ver que no podía estar en todo y debía elegir, y, como suele ser habitual, dejé el aspecto laboral en penúltimo lugar y a mi misma completamente abandonada.

Porque esta pandemia ha dejado de manifiesto, MÁS QUE NUNCA, que las mujeres con hijos, que queremos trabajar, que no contamos con apoyos y que además estamos a cargo de personas dependientes tenemos todas las de perder. Porque no se nos ha tenido en cuenta y estos meses han pasado factura en cada una de nosotras.

El problema de la conciliación ya no puede esconderse bajo la alfombra más. Esta situación provocada por la COVID ha sacado a la luz las enormes deficiencias de un sistema que no tiene en cuenta a las familias, así, como concepto.

Ahora el colegio ha empezado en plena crisis sanitaria y hay una realidad que no se puede obviar: la posibilidad de contagio entre los menores y por extensión de su entorno, con la consecuente cuarentena obligatoria. Y aquí volvemos al escenario vivido meses atrás. No es alarmismo, es un hecho que se está produciendo ahora mismo en muchos centros, algo que se contempla en esta nueva normalidad, que de normal no tiene nada.

¿Qué hacemos entonces con nuestros trabajos?¿Qué hacemos con nuestro autocuidado? Un grito coral que no encuentra respuesta, y, conforme avanzan los días, hace que crezca la indignación.

Siento que a la base de todo esto hay una enorme falta de compromiso, de voluntad, de concienciación y desgana por valorar los beneficios del trabajo flexible personalizado, de la necesidad de ayudas (reales) y apoyos. Y porqué no, entender el activo que suponemos para el mercado laboral, porque el ser madres y cuidadoras no hace que de repente nuestras competencias profesionales se desvanezcan. Ah, y no, no tenemos super poderes ni «podemos con todo». Ni podemos ni queremos.

Y, sin ser yo ninguna experta en estos temas, solo hay que ESCUCHAR a las directamente afectadas y prestar atención a nuestros vecinos europeos para ver que la solución existe, que es posible. Y puede ser que tan solo se trate de tomárselo en serio para fomentar y mejorar la organización del tiempo de trabajo (y olvidarnos de calentar sillas para cumplir con un horario), regular el teletrabajo y la movilidad, mejoras en los permisos por cuidado a menores, situaciones excepcionales como esta, etc, con las consecuentes reformas legislativas y proporcionar ayudas por parte de la administración.

Pero no me hagáis caso, esto es una reflexión escrita a vuelapluma.

Mientras, me levantaré cada día esperando a que al tomarles la temperatura en el cole den positivo o me llamen del cole porque hay que guardar cuarentena, y entonces, de nuevo, revivir los aciagos días pasados.

¿Para cuándo un Gobierno que nos tenga en cuenta? Tengo 45 años y todo sigue igual.

 

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