Llevo varios días acostándome a las nueve de la noche. A algunos puede pareceros una hora raruna tratándose de un adulto pero para mi las nueve o las diez se han convertido en lo más normal del mundo. Es más, todo lo que pase de esa hora me resulta casi indecente. Me agota solo de pensarlo, no os digo más…

De hecho estoy segura de que me acostumbraría totalmente a vivir en un país del norte de Europa. Porque mis ritmos han tenido que ajustarse a los de mi hijo, y este parece ser de sangre noruega, como poco.

Durante muchos años intenté llevar un ritmo de vida más o menos adaptado a los estándares españoles; es decir, comer sobre las dos, cenar sobre las nueve, acostarme sobre las once. Todo esto teniendo en cuenta que tenía tres niños pequeños, que uno de ellos contaba con un trastorno del sueño brutal y que mi marido se pasaba casi todo el día fuera de casa.

Quería tenerlo todo preparado con tiempo, la casa impoluta, la plancha, los paseos, los baños, el juego, el tiempo para cada uno de ellos, poder mantener una conversación con mi respectivo, poder seguir formándome ya que el mercado laboral me rechazaba por ser madre (qué cosas, eh?)

Y aquí, cuando pienso «¿y yo? ¿y mi tiempo?»ahí se hace el vacío.

¿Qué sucedió? Pues que mi mente y mi cuerpo dijeron basta.

Era simplemente imposible conjugarlo todo. Vivía sumida en la tristeza más profunda, constantemente. Era una autómata, haciéndolo todo a medias, y ese a medias me reconcomía porque mi afán de llegar a todo, de ese perfeccionismo innato e interiorizado, de esa culpa (oh, la siempre presente culpa) de ser una terrible madre, ama de casa, profesional, esposa, hija, compañera…me iba devorando.

Cuando miro hacia atrás me cuestiono el porqué no pedí ayuda. Y me refiero a ayuda profesional. No podía contar con mi entorno por mil circunstancias, entonces, ¿por qué cargué con todo sola? ¿por qué no grité y busqué la manera de aprender a gestionar?¿de desahogarme, de sentirme acompañada?

Porque como a tantas y tantas madres (y hablo de madres porque somos la mayoría) esto de la discapacidad o enfermedad de un hijo nos atrapa por sorpresa, nadie nos prepara para ello, y el sistema adolece de muchas carencias que recaen especialmente en el qué pasa con los padres y con la familia tras el diagnóstico. Estamos perdidas, bloqueadas, tenemos una visión en tunel que no nos deja ver más allá…

Todo ese no saber hacer me robó años. No solo a mi, sino a mis hijos y a mi familia, hasta que resurgí, no sin esfuerzo. Tuve la inmensa suerte de que mi marido cambió a jornada contínua (aunque ha estado fuera muchos muchos meses después) y el tiempo, en mi caso fue un gran aliado, conforme los peques iban incorporándose al sistema escolar.

Ahí fue cuando poco a poco tuve algo de tiempo para observarme y escucharme.

Fueron pequeños cambios.

Relativizar en el tema de la casa. Sí procuro que haya cierto orden porque eso me da paz mental, pero no puedo pretender que ese orden se mantenga todo el día con tantos en casa. He aprendido a tener una casa para vivirla, y eso ha sido un gran logro.

Hacer menús con mi marido los fines de semana. Para organizar comidas y cenas. No serán los más variados del mundo, pero así organizamos la compra, no hay sustos de última hora, él se ocupa siempre que puede…

Acostarme pronto. Como he dicho, dependiendo de Rodrigo. Si esa noche ha dormido especialmente mal, ceno antes y me acuesto casi antes deque comiencen las noticias. Si ese día estoy descansada me quedo en el salón un ratito charlando y viendo una serie en pareja.

Organizarme un pequeño espacio de trabajo. Vale, que eso es poco menos que un circo, con gente siempre entrando y saliendo, niños que abren la puerta independientemente de que esté en una videoconferencia, Rodrigo que interrumpe para que le cambie el pañal, darme un beso o ponerle dibujos en el IPAD…Que lo que es trabajar y concentrarse con ellos en casa es muy difícil, pero el tener un espacio concreto me facilita el cambio de chip.

Organizarme las mañanas, sin presiones, de manera que puedo poner lavadoras, comida, trabajar, sacar a la perra…a un ritmo que no me genera estrés.

Permitirme leer un ratito por placer, o ver una serie sin sentirme tremendamente irresponsable. Encontrar algo, pequeño, pero que me de la vida: un paseo con la perra, escuchar una lista de música en spotify, comerme un dulce, mantener una conversación con alguna amiga, tomarme un café con leche en silencio, retomar viejas partituras de piano, buscar nuevos libros sobre temas apasionantes…

Hacer ejercicio: caminando a todas partes, en casa, corriendo…según el momento. Ahora con la lesión solo puedo ir retomando la marcha con cautela, pero sin duda es lo que más echo de menos a todos los niveles. Normalmente aprovecho que tengo que llevar a Rodrigo a la ruta para sacar a Kiara después y entre una cosa y otras son 45 minutos. Como poco. Cada uno debería encontrar esa actividad que mejor se adapte a sus necesidades y situación.

Y sí, pedir ayuda profesional, desde hace dos años. No solo puedo controlar mi ansiedad y hacerle un huequito en mi casa, ya que irse no se va a ir, pero he aprendido a convivir con ella y a manejarla. Y eso, amigos, es mucho.

 

Hay días en los que la cocina se queda recogida, y otros en los que amanecemos en un campo de maniobras. Días en los que la montaña de ropa corre peligro de derrumbe y otros en los que los cestos de la colada están casi vacíos. Días en los que puedo sacar trabajo de un mes y días en los que no puedo hacer prácticamente nada. Días en los que Rodrigo tiene crisis y me necesita a su lado y todo lo demás pasa a un segundo plano. Días en los que me dedico simplemente a estar y todo lo demás ya llegará.

No es cuestión de dejar las responsabilidades a un lado, para nada. De hecho trabajo muchas, pero muchas horas, pero no las hago en horario de oficina. He aprendido a gestionar el tiempo de una manera que ni yo misma me lo creo.

Toda esta reflexión viene al cuento de que el autocuidado es fundamental, y cada una debe encontrar aquello que le proporcione mayor estabilidad emocional y personal. Y es un asunto en el que deben implicarse todos los miembros de la familia, o al menos eso sería lo deseabli, porque cada uno tiene sus propias circunstancias.

Y no es una cosa de un día para otro, sino que es progresivo, y evoluciona como evoluciona nuestra vida, nuestras necesidades, nuestros hijos.

En mi experiencia ahora todo me resulta más fácil y más estable que en los primeros siete u ocho años de Rodri, y espero que esto pueda serviros para respirar un poco y no perder la esperanza.

Si me necesitáis ya sabéis, silbad.

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