Echo de menos mi risa.

Ayer fue uno de esos días de reflexión y, haciendo un poco de retrospectiva, valorando lo que han sido estos cuatro últimos meses, una de las cosas que he perdido ha sido la capacidad de reír. O al menos tanto y con tanta intensidad como antes de este virus.

Es cierto que las circunstancias y todo lo que hemos estado experimentado no han invitado a la carcajada sonora. Ha sido mucho, pero mucho peso el que estos hombros han soportado. Pero además es que el mundo, en general, ha vivido momentos durísimos.  Ayer me decía mi amiga Mónica «es normal con la que está cayendo«, lo es. Las preocupaciones han ocupado un puesto preferente entre mis emociones, mi Inside out personal ha estado de lo más oscuro.

Miedo y tristeza, de la película Inside Out

A poco que me conozca alguien puede ver que soy una persona de risa fácil. De esas a las que un chiste tonto le arranca una carcajada, de las que se parte con los créditos iniciales de una película, de las que por un meme puede estar media hora riendo a mandíbula batiente.

No soy el alma de la fiesta, ni la que hace las gracias. No soy excesivamente ingeniosa pero si me gusta la ironía, el doble sentido, el chascarrillo e hilo como nadie conversaciones de estas. Si bien soy seria tengo un gran sentido del humor.

Precisamente una de las cosas que me ha ayudado a lo largo de estos años a superar el día a día, a afrontar momentos de maternidad diversa, a naturalizar la discapacidad de mi hijo, a sobrevivir a la locura de tener tres niños…ha sido precisamente el humor.

El otro día comentaba Eli, de Poulain Cocò que le gustaba hacer humor de lo que quería visibilizar y comulgo completamente con este sentir. Es un gran mecanismo de defensa que nos ayuda a lidiar con situaciones emocionalmente desafiantes, especialmente aquellas que son abrumadoras e impredecibles y ¡qué hay más impredecible que una pandemia como la que estamos viviendo!

Pero me ha costado amigos, mucho. Que sí, que entiendo el porqué no me ha nacido, su ausencia. Pero lo he necesitado y lo necesito. Porque bastante duro es pasar encerrados tantos meses si, además, no podemos reir.

Mi timeline, mis publicaciones han sido algo más sombrías. Mientras. observaba cómo las redes han estado bañadas en videos, parodias…

Por un lado lo he agradecido enormemente, por otro lado me ha generado cierta disonancia el ver perfiles en los que la alegría, casi forzada, ha sido practicamente el leimotiv de algunas personas día tras día. Porque no me he creído ni por un segundo que alguien haya podido mantener ese estado permanentemente. Porque no considero que haya sido negativo hablar del día a día sin optimismo, que en mi caso ha sido MI realidad. Lo que no he conseguido digerir, como comentaba en otra ocasión, ha sido el optimismo de todo a cien que no ha aportado nada. Me he llegado a sentir muy incómoda, incluso ante imágenes, videos, textos de personas cercanas.

El realismo ha sido necesario, aunque muy duro, para despertarnos. Bien es cierto que, visto lo visto a lo largo de los últimos días, la imbecilidad humana no tiene límites y ni aprendemos ni entendemos. Pero esto ya, qué queréis, difícil remedio tiene…

Hemos convivido entre el desastre pandémico y un humor presente por todas partes pero yo no he conseguido mantener el equilibrio. ¿Sabéis por qué es tan importante esto para mi? Porque no me reconozco. Y lo que es peor, mis hijos tampoco. El otro día por la tarde jugando con ellos parece ser que hice algo gracioso (que no recuerdo), pero sí se me quedaron grabadas las palabras de mi hija mediana «mamá, vaya, qué bien, eso sí no me lo esperaba«. Eso duele.

Ahora, que ya he eliminado un elemento estresor enorme como era el estar sola, ahora que mi marido ha vuelto tengo menos miedo (normal). Me veo con más capacidad de afrontar estos tiempos inciertos de otro modo, con otro talante. Ando buscando esa chispa que me ayude a emocionarme, algo incongruente, absurdo, tonto, sorprendente. Que me haga, poco a poco, ir relajando este rictus serio que me ha acompañado más de lo que me hubiera gustado.

Espero ese momento en el que pueda ser capaz de relajarme y reírme de manera que las lágrimas caigan y me duela el estómago. Sabéis de los que os hablo, ¿verdad? De una manera más comedida, ser capaz de hurgar en la herida sin remordimiento relativizando un momento complicado como este. Es una manera de controlar lo que parece incontrolable.

Y sobretodo, de que mis hijos vuelvan a decirme que soy la mamá de siempre.

¿Os habéis sentido así? ¿Cómo lo habéis afrontado?

 

 

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