Ayer fue el día de los abuelos.

Si hay algún colectivo que ha sufrido durante estos meses han sido ellos, privados de poder estar en contacto con sus hijos y, sobre todo, sus nietos.

No todos los abuelos son iguales, está claro, al igual que no lo son los padres. Algunos nunca están presentes conscientemente, perdiéndose algo tan maravilloso como es el ver crecer a unos nietos algo que para la inmensa mayoría es un regalo.

Y ¿qué sucede cuando esos nietos no son lo que esperaban? Porque también existen los abuelos que ejercen una «abuelidad» atípica y diversa. ¿Cómo viven esa experiencia?

Sufren por partida doble: por sus hijos, porque no saben qué hacer y cómo hacer por ayudar y por esos nietos porque ellos también se habían imaginado una crianza diferente. ¿Por qué ha pasado esto? ¿Por qué a nosotros? ¿Cómo será su futuro?  Y toda una sucesión de pensamientos en las que no se puede evitar pensar en lo que no van a tener.

De pronto deben afrontar una dimensión completamente nueva en la que entran necesidades diferentes, terapias, un dolor completamente distinto al que han podido experimentar, incertidumbres, negación, culpa…Se acaban convirtiendo en expertos de la observación, identifican qué necesitan, qué les gusta y qué les disgusta y, al final, son los mejores proveedores de momentos felices, encontrando ellos mismo una sensación de plenitud incomparable.

Se aferran a cualquier resquicio de esperanza y puede costarles salir de esa espiral de negación. Saben que sus hijos no les cuentan todo: no quieren hacerlos sufrir más de lo necesario, especialmente cuando son aspectos difíciles de explicar, momentos en los que cuesta despegarse de los niños, decisiones complejas de tomar que nunca acaban de parecer la acertada…y callan, y esperan.

El apoyo familiar es imprescindible, de manera bidireccional, como soporte a esos padres y como facilitador de aceptación para los abuelos.

Incluso viviendo lejos, el contacto abuelo y nietos es una bocanada de aire fresco. El cariño que derrochan supera cualquier limitación. Aún sin saber cómo actuar el amor, el tacto, las palabras que, no pocas veces no obtienen la ansiada respuesta, hacen más que muchas terapias. Consiguen mirar más allá de los diagnósticos, y pueden ser capaces de dar hasta límites inimaginables.

Esta pandemia además ha hecho más difícil aún el poder ser ese faro que a veces no reconocemos. Muchos porque viven lejos, otros porque su estado de salud no se lo permite. Han tenido que pasar meses alejados, manteniendo ese contacto solo a través de pantallas (y ni eso), temiendo enfermar, temiendo que enfermen ellos, o sus hijos, sabiendo que no pueden acudir en su ayuda, o temiendo no volver a verlos. Pocas personas lo han pasado peor que nuestros abuelos.

Aún hoy, tras cinco meses de virus inesperado e indeseado, los hay que no pueden ver a los suyos.

En nuestro caso mis hijos solo cuentan con una abuela, materna, y que además no tiene buen estado de salud. Desde diciembre sin verla, la recomendación de sus médicos ha sido la de «si la queréis no la veáis». Y como ella tantas que ven cómo pasan los días, el tiempo y no pueden aspirar el aroma inconfundible de los suyos.

Llegará el día pero hoy un reconocimiento más que grande por aquellos que dejaron con su trabajo y sacrificio los cimientos preparados a una generación que a veces no sabemos estar a la altura.

Ya queda menos abuelos. Gracias por todo

 

 

 

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