Mis hijos se comportan de manera diferente conmigo respecto a papá. Y supongo que a la mayoría que compartáis situación familiar os pasará algo similar.

Mientras que yo tengo que repetir las cosas diez veces a su padre le basta un par para que les haga caso, y digo un par porque lo de responder a la primera no va con ellos. Tengo que elevar el tono para que un «chicos, a colocar el lavavajillas» sea efectivo. Y así con todo.

Para algunos momentos de juego lo prefieren a él, mientras que para otros me buscan a mi; el desahogo recae en mi persona, al igual que la ayuda con las tareas o las demandas nocturnas.

También depende de cada uno de ellos, y es normal; tienen personalidades muy diferentes y necesidades distintas según épocas.

Pero sin duda, el que tiene más «compartimentado» el rol mamá/ papá es Rodrigo, algo que estos meses de confinamiento sumado a la ausencia de su padre ha hecho que sus conductas se alteren más de lo normal llegando a extremos preocupantes.

El hecho de no verbalizar hace que sea complejo identificar determinadas necesidades y el motivo de algunos berrinches y momentos de tristeza. Así que ha sido a los pocos días de reunirse con papá cuando hemos podido observar el auténtico alcance y la repercusión que la ausencia de referente ha tenido en él.

He comentado varias veces los estragos que estos meses han ocasionado en su persona: dormir peor, convulsiones, negativa a comer, conductas disruptivas…y llegó un momento en el que tiré la toalla porque, sencillamente ni las fuerzas emocionales ni físicas me acompañaban.

En cuanto estuvimos los cinco hicimos reparto de tareas, de nuevo. Nuestra corresponsabilidad pasa, sobre todo, por temas relacionados con los niños y las terapias. Un descargo para mi, necesario dado que la situación era en algunos momentos caótica. Y es que sobrevivir a una pandemia de esta manera, sola,  no ha sido moco de pavo…

Comenzamos con las salidas de Rodri con la perra después del rato de piscina o baño por la tarde, alrgándola en el tiempo para que cene y se acueste más tarde. Mano de santo, no solo por la felicidad de compartir ese momento, sino porque ha sido el principio de unas rutinas más que necesarias. Después de la salida llegó la salida matutina a una hora más o menos fija. Al estar más descansada, algo que era breve por las mañanas se ha convertido en un paseo con la fresca que él, además, demanda. En cuanto desayuna se deja vestir, colabora, trae las zapatillas, la correa de la perra, las llaves, las gafas de sol…Y no solo eso, sino que se tira mucho menos al suelo y se cae menos. Porque caminar es algo que necesita para su equilibrio y lo habíamos dejado de lado.

Después llegó la primera comida en familia un fin de semana tras cinco meses, con la sorpresa de que comió. COMIÓ. Sentado en su sitio de siempre, espera a que todos nos sentemos en la mesa (él colabora quitándola, no poniéndola). Entre su hermano y su padre, éste consiguió que comiera pollo y repitiera. Os prometo que en estos meses no he conseguido que coma más que arroz, pasta y alguna vez nuggets o pechuga empanada, pero las menos.

De pronto abre la boca sin protestar y yo me quedo observándole alucinada.

Lo intento entre semana pero nada.

Llega el fin de semana siguiente, sábado post convulsiones. Normalmente esos días no come, o, como mucho un tazón de leche por lo que no le preparamos comida. Pues bien, no solo se sentó a la mesa sino que pidió carnaza, comió ensalada, incluso su padre le coló alguna anchoa en vinagre. Ver para creer. No me atrevía a levantar los ojos del plato no fuera a interrumpir ese momentazo pocas veces visto.

Por supuesto, ahora ya cena bien, pero ojo, porque de su cena se encarga mi marido porque conmigo no hay manera. Pescado a la plancha o lo que se tercie. Impresionante documento. Con papá sí, con mamá no.

Y no solo esto, también los desveles nocturnos son distintos. Si bien me busca por las noches para pedirme agua o a veces, si hay suerte cambio de pañal, estos días atrás en los que el calor y las malas digestiones no le han dejado descansar ha sido su padre el que, quedándose con él, ha conseguido que no se levante de madrugada, que vuelva a conciliar el sueño y que su hora de diana ya no sean las 5 sino las 6 y media tirando a 7.

Decir que es impresionante es poco: hay que vivirlo.

Así como hay que vivir que cada día, cuando papá se va a trabajar él se asoma por la ventana; «¿dónde va papá?» parece pensar. Y tenemos que explicarle que se va pero que en unas horas vuelve, que lo quiere mucho y que después jugarán en la piscina.

¿Qué habrá pasado por la cabeza de este pequeño a lo largo de estos meses? Es algo que no dejamos de pensar su padre y yo. Y es que su cambio ha sido más que evidente. Porque, si conmigo reía y era cariñoso, algo que manifestaba en algunos momentos, ahora su estado constante es el de felicidad. Como es él, alegre y afable.

Así todo cuesta menos. Ver que va recobrando la salud hace que una se sienta más tranquila, mejor y eso redunda en mi actitud respecto a ellos.

Vivir las emociones en silencio es de las cosas más complicadas que he abordado como madre.

 

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