Según nuestra experiencia a los largo de estos casi catorce años conviviendo con la discapacidad de nuestro hijo hay dos máximas que se han cumplido a rajatabla: «la experiencia es un grado» y «es cuestión de tiempo».

Esto aplicable a cada una de las facetas de nuestra vida.

Como padres, como pareja, a nivel individual…y a nivel social. Este aspecto es importante porque no son pocas las familias que ven resentidas sus relaciones sociales tras un diagnóstico. Resentidas, limitadas, inexistentes…llámalo X. Esto, por supuesto es como todo, dependerá de dónde vives y de si contabas previamente o no con apoyos en tu entorno pero es verdad que muchas, muchísimas se van quedando por el camino.

Por otro lado vivimos un momento en el que la movilidad ya es algo que se ha normalizado, con el tema laboral como motivación base. Familias que vienen y van buscando mejoras en el trabajo pero también esa ciudad, esa casa en la que sentir que encuentran un hogar. Esto supone alejarse de la familia extensa, de los grupos de amigos, de esos vecinos que te podían echar una mano.

Cuando a la noticia de una discapacidad, una enfermedad sobrevenida o cualquier condición que atañe a un hijo se suma el vivir en un lugar casi desconocido, en el que no conoces a nadie todo es mucho más complejo y difícil.

Si bien durante los primeros años nuestros hijos se convierten en el centro de la dinámica familiar, y consumen todo nuestro tiempo, nuestras energías, nuestras emociones, no debemos olvidar que somos seres sociales y que estamos hechos para relacionarnos. Llega un momento en el que queremos y, sobre todo, necesitamos salir de casa, de esas cuatro paredes en las que hay un tema recurrente que nos absorve. Necesitamos dejar atrás , las terapias, los médicos, el parque. Necesitamos conectar con otras personas, rodearnos de adultos con otras historias y crear nuevas, y algo que puede parecer muy sencillo no siempre lo es.

Por experiencia propia os diré que de hecho fue durísimo dar ese paso. Un sentimiento de soledad me asfixió durante años, sin conocer a nadie, en una ciudad tan mastodóntica como es Madrid.

Con el tiempo, sacando ganas de donde no había y haciendo un esfuerzo muchas veces sobrehumano fui logrando salir de esa burbuja para conectar con otros, desconocidos en su mayor parte, porque sabía que era necesario para mi y para nosotros.

Mano pinchando una burbuja. Metáfora de salir de tu clugar seguro para entablar nuevas relaciones sociales

Las madres del colegio y los primeros cumpleaños, que suenan a tópico pero fueron ese primer paso; después alguna comida con compañeros de trabajo de mi marido -muy accidentadas, todo hay que decirlo-; el mundo de las charlas y los eventos gracias a lanzarme a abrir el blog y las redes…

Aún estamos en este proceso, no es fácil, pero como he dicho al principio, el tiempo ha sido un aliado y de la experiencia de las primeras veces hemos logrado ir normalizando poco a poco cada salida y la relación con cada nueva persona que ha llegado a nuestra vida.

Ha sido todo un proceso de cambio. Pasar de ir a comer fuera con todos los miedos e inseguridades del mundo a aceptar que pueden sobrevenir mil imprevistos como una crisis epiléptica o una crisis de conducta y tener que irnos, y QUE NO PASA NADA. De salir, pedir en un bar y tener que dejarlo todo a los diez minutos porque Rodrigo colapsa. Y como esa todas las variantes que se os ocurran.

Sentirse incómodo cuando llegábamos y sabíamos que Rodrigo era el centro de las miradas, porque es lógico observar ciertos comportamientos, pero no sentirse bien teniendo que explicar el porqué. Porque realmente queríamos dejar atrás por unas horas nuestro mundo y tratar de vivir en otro diferente.

Pero eso no es posible, ni factible, ni real.

Él es parte de nuestro mundo y entendí, sobre todo yo, que la gente necesitaba saber, así que comencé a lanzar un discurso en el que ponía en antecedentes y explicaba cada situación. Me iba sintiendo mejor por mi y por los demás. Al final él no se convertía en el centro, de nuevo, sino que era uno más y sí, la conversación no giraba en torno a él, ni muchísimo menos. Y la gente nos lo agradecía, generando un vínvulo de mayor confianza.

He de reconocer que en no pocos momentos sentía que las miradas eran de pena hacia nosotros, con un tinte de «pobres que no pueden salir de vacaciones, o tener vida normal». Pero cuando tú mismo aceptas que tu normalidad es esta, que tu tiempo de ocio es diferente, que la vida que te ha tocado vivir es la que es esas miradas pueden seguir existiendo -o no, porque a veces distorsionamos-, pero ya no te afectan.

Es un proceso de retroalimentación. Sales y te sientes bien, y llegas a casa con más energía que vuelcas en los tuyos, que a su vez agradecen esa mejora en el humor, ese cambio de rutina…

¿Que si pienso en lo que podría hacer y no puedo? Por supuesto, mentiría si dijera que no. Sobre todo cuando llega el verano y te ves rodeado de las vacaciones del resto del mundo: imágenes y más imágenes de esos lugares que habías soñado, que querrías experimentar, esos momentos que querrías compartir. Pero no puedes. Porque no hay nadie a quien puedas dejarle a cargo a un adolescente con esas enormes necesidades de apoyo. ¿Y sabes algo? Ya no duele tanto.

Este verano ha sido uno de los peores desde hace años. No me da ningún reparo reconocerlo, porque hemos podido comprobar de primera mano que lo que necesitamos como familia para recargar pilas no es lo que necesitábamos antes y el entenderlo nos abre una ventana de oportunidades. Por otro lado, Rodrigo ha dado un paso de gigante al irse cinco días a una casa rural con el colegio, algo que aún me cuesta asimilar. Porque dentro de mi sigue siendo un niño pequeño aunque sé que es un error, algo que debo trabajar y superar por él y por nosotros.

Así que ahora, cuando se presenta algún acto social ya vamos preparados con mudas, pañales, tablet, peluches. Y sobre todo vamos cargados de paciencia y respeto por sus tiempos, entiendiendo que se le puede exigir hasta cierto punto a partir del cual él ya no está conectado y necesita irse.

Me vence el cansancio, la pereza, el sueño, la presión por la carga mental que llevo a cuestas constantemente entre los niños, la casa, el trabajo…busco miles de excusas y muchas, muchas veces salgo refunfuñando, con un carácter de perros. Pero luego se pasa y me alegro de haberme dejado casi arrastrar por mi marido que aquí es el que tira y tira y tira. Porque sabe que es positivo, sobre todo para mi y para ambos como pareja.

Al final es hacerse a lo que hay e ir asumiendo pequeños riesgos. Lanzarse poco a poco hasta perder el miedo.

No es fácil, pero tampoco imposible.

 

 

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