La verdad es que los domingos es de los pocos días en los que nos da por utlizar el horno. Entre semana, con eso de que cada uno tiene un horario diferente, yo a la una de la tarde, ya con 8 ó 9 horas danzando por el mundo, suelo estar comiendo. Y mira tú, que me apetecía un pescado al horno con sus patatas, cebollita, su vino…lo que viene a ser un homenaje para mí misma.
   Pues no.
  Y es que el padre de las criaturas ya lo tenía todo bien pensado y bien atado. Estoy segura de que ha sido una larga e intensa semana de planificación y maquinación a mis espaldas, al igual que lo del barro. Segurísima.
   La excusa comienza con el hecho de que comer los cinco a la vez en una mesa es algo que se limita a Navidades y festividades varias. Es prácticamente una prueba del Gran Prix en plan «a ver quién aguanta más sentado», que siempre ganamos nosotros dos…
   Cuando a uno se le cae el tenedor, a la otra le da por bajar y hacer la coreografía de turno, o el que falta se da el piro hacia la tele a ver si cuela y ponen dibujos. Mientras, la comida se va expandiendo cada vez más y más y absorbe el mantel, de manera que no hay Ariel que consiga borrar esa media hora de suplicio, pero que por otra parte resulta tan necesaria para intentar parecer una familia lo más estructurada posible.
   Pues aquí a la costilla se le ocurre que no hay nada mejor para compartir un domingo en armonía que comer Pollo (pero yo quiero pescado. No, toca pollo). Bueno, pues pollo.
   Y, como es tan ocurrente, «chicos, vamos a comernos el pollo como los trogloditas, ¡con las manos! ¡Qué locura!, ¿eh, eh EEEEHH?» Y los chicos haciendo la ola mientras yo me siento al borde de un infarto cuando los veo tan limpitos, tras el caliente baño-quita-barro que acaban de tomar. Todos recién mudados, y todos de blanco inmaculado.
   Mi suelo, mi suelo…, y mi mantel, tres días en cuidados intensivos desde la última comida, en la que estuve sacando fideos y restos de calamares del salón durante una semana.
   Y allá nos vamos todos en tropel, unos más felices que otros, a por el magnífico ejemplar de pollo, mientras la de cinco y pico les explica a sus hermanos que los prehistóricos comían así, y se limpiaban con las manos asá, porque, casualidades de la vida, el proyecto trimestral del cole es la Prehistoria. Ahora que lo veo con un poco de distancia no creo que el asunto haya sido tan casual…
   Ya en casa, con el pollo en todo su esplendor, rebuscando hasta encontrar el mantel de plástico, nunca tan deseado como hoy, todos tratan de poner la mesa, sin mucho esfuerzo la verdad sea dicha, que con unas servilletas y unos platos vale (menos mal que al ocurrente le dio por poner platos). En esas yo me planto en el salón y como una loca los pongo a todos en fila. Porque aquí nadie come hasta que se hayan quitado los jerseis blancos inmaculados y se pongan la parte de arriba del pijama. Yo incluida. Sin negociaciones.
   Y henchida de orgullo, sintiéndome vencedora de esta batalla,  permito a mi prole sentarse a la mesa a comer el tan preciado pollo, que se nos acaba atragantando tras tanto grito, salto, cántico y palabrería infantiloide. Afortunadamente, el patriarca confiesa, cuando al fin el silencio reina, estar agotado y estresado. Y, con una sonrisa que tiene de todo menos inocente, ya no me siento vencedora de una batalla, sino de toda una guerra.