Anoche me acosté a las diez y veinte, un pelín tarde para lo que soy yo, pero una hora aceptable. El problema es que tardé en dormirme porque tenía plapitaciones, aunque, afortunadamente no tuve que tomarme la media pastillita de turno y conseguí relajarme.

A las tres y media me despertaba Rodrigo con un llanto intenso: se había hecho pis. Y ahí estaba yo cambiando sábanas, quitando y poniendo pijama, y reemplazando pañal mientras gritaba como una sirena de ambulancia y despertaba a medio distrito postal. Le di un besito de buenas noches y cayó rendido de nuevo pero yo fui incapaz de volver a dormirme. Di mil vueltas en la cama, me molestaba el sonido del reloj, la respiración de mi marido, mi propia existencia…

Al final me tuve que ir al salón, derrotada y me hice un manchadito de café con leche, templadito, a ver si mira, me entraba la calma y me podía relajar, Pero iba a ser que no. Así que nada, me dije «pues puedes ponerte a trabajar«, pero chica, ganas cero. Pues me pongo a responder correos pero claro, a las cuatro de la mañana pues lo mismo NO SON HORAS. Ea, pues volvemos a la opción A.

Dado que tenía que entregar una colaboración importante y urgente a publicar a la de ya, y cuyo borrador debía enviar 48 horas antes (que había sido festivo, ups), pues iba con un pelín de culo y tal. Y ahí estaba yo, dándole a la lectura, a las anotaciones y a la tecla súper concentrada cuando a las cinco aparecía mi primogénito como alma que lleva el diablo bajando por las escaleras. Salgo disparada para cogerlo apunto de estamparse contra la puerta del baño: todas las santas mañanas lo mismo, y se me sienta en el taburete protestando para desayunar. «Mira hijo, ahora no se desayuna que no toca«. Lo coloco en el sofá, le enchufo la tele a oscuras y prosigo con mi tarea.

Pero espérate que Aitana, que es la que mejor duerme, aparece legañosa perdida e insomne. «Pero vamos a ver hija, dónde vas a estas horas!«. Que nada, que se ha desvelado,

Y yo a lo mio, pero ya con menos concentración porque Rodri viene a buscarme cada dos por tres porque quiere desayunar, o la tablet, o abrazarme o bailar o vete tú a saber.

Se levanta mi marido y con su despertador Alejandro, que tiene el sueño más ligero que se conoce en la literatura científica, ¿sabéis? Pero cuando no le interesa algo, por ejemplo lo que viene a ser hacer una tarea que le motiva cero, bien que cae como un saco de piedras y no vuelve en sí ni aún vaciándole un vaso de agua encima (se dice, se comenta…)

«Va chicos, dejadme un ratito hasta las siete», «Vale mamá, Aitana, ¿juegas conmigo una partida al ¿Quién es quién?» «Vale»

En qué momento, Dios, en qué momento: «¡Mentirosa, ese punto no te lo puedes anotar, no vale, me lo has visto, lo que tu digas, ñiñiñi, eres una tramposa, mira el que habló, pues ya no juego más, pues vale ni yo, y te toca guardar el juego, sí hombre, vaga que eres una vaga, habló el que pudo que no hace deporte…»

Y como madre empeñada en seguir mi racha de cero gritos trataba de poner calma y conservar algo de dignidad familiar a unas horas en las que solo se nos escuchaba a nosotros a las siete menos cuarto de la mañana.

Entretanto Rodrigo aprovecha la confusión y se sienta para desayunar, me ha vencido. Su hermana saca su cartón de leche y, mientras va a por la taza su hermano lo guarda en la nevera. Lo vuelve a sacar, lo vuelve a guardar, «Rodrigo espérate que Aitana tiene que ponerse su leche«,  porque claro, aquí todo debe hacerse a velocidad rayo McQueen porque él no puede ver nada que no esté en su sitio, y además es que si no están la encimera y la mesa despejadas no para de protestar, se levanta y no come.

Como todos los días mi sprint para prepararle su bol. Se niega a coger la cuchara, pfff, yo ya a estas alturas casi que me da igual, le doy. Y mientras Alejandro que no quiere comer. «Tienes que desayunar» «¿Y por qué? «Porque es necesario»¿Y quién lo dice?»»La gente que sabe mucho»»Pero yo soy yo»»Que tienes que comer» «Vale, pues me como esto» «Eso es un cacho pan sin nada»»¿Y quién dice que no es comida?» Todos los días la misma fiesta. No se morirá de hambre.

Me dispongo a preparar el baño para Rodrigo porque huele mucho a pis y cacotas y aprovecho para duchar a Alejandro también. Le digo que vigile la bañera mientras aprovecho para doblar ropa, y venga a doblar ropa, y la ropa que no acaba, es infinita, se multiplica como los panes y los peces.

«¿Cómo va el agua?» «Ehhh…. bien bien, va bien» Poco convencida me asomo y la bañera está a un dedo de desbordarse. «Hijo, solo te he pedido una cosa» «Es que estaba escuchando música, mira te pongo esta canción» Vamos, como el que oye llover. «Cierra la puerta que tu hermano no te esuche en el baño»

A todo esto pita la lavadora porque sí, ya ha terminado un ciclo; tengo que tenderla y mientras estoy en ello aparece Rodrigo ya medio en pelotas porque otra cosa no, pero oido fino tiene un rato y en cuanto ha escuchado la palabra baño ha ido quitándose pantalón y pañal por el pasillo.

«Que yo quería haberme bañado primero!» «Haber sido más rápido, se siente».

Baño a Rodrigo y sacarlo supone arrancarlo a la fuerza de una bañera en la que se acopla como una ventosa, y, mientras lo seco y lo visto no deja de gritar a todo pulmón. Me repito a mi misma que debo hacer buzoneo para pedir disculpas a mis adorables vecinos, más bonicos que son, de verdad…

Con el pequeño a remojo, el mayor con la tablet, la mediana repasando, sigo tendiendo ropa. Retomo el doblado y cómo no, faltan la mitad de calcetines. Empiezo a repartir prendas, escaleras arriba, escaleras abajo, arriba, abajo (tengo los muslos como piedras).

De pronto «Mamáaaaaa, que necesito buscar cinco imágenes de Leonardo Da Vinci e imprimirlas para el trabajo», «¿Y me lo dices AHORA?¿Y si no se conecta la impresora?¿Y si no queda suficiente tinta?¿o no tuviéramos folios?» «Pero hay, ¿no?».

Las pulsaciones se elevan peligrosamente. Cumplida la misión renacentista, veo al otro vestido salir ya del baño con el pelo chorreando y la sudadera empapada al tiempo que me dice «Necesito un sobre con diez euros para la clase de música que van a comprarnos un metalófono». Un puente como un sol de grande y me lo dice a una hora de salir de casa. Obviamente no tengo cambio y ahí estoy yo, rebuscando por los bolsos y cajones monedas sueltas.

«Ah mami…» La alerta de mami es la más peligrosa de todas…«que podemos llevar adornos para la clase y un gorro de navidad«. Lo miro con LA mirada. «¿Hoy?», «Bueno, la decoración no»…respiro…»pero el gorro sí«. El gorro está en la caja de disfraces -creo- que está en un altillo, y, como su propio nombre indica es un altillo que requiere de unas escaleras, de meterme en un hueco, sacar maletas y cajas de almacenaje para un puñetero gorro.

«Chicos, de verdad…» «Mamá, ¿estás enfadada?» «No hijos, no estoy enfadada pero un poquito de por favor. Rodrigo ahora no puedo bailar hijo, sí te quiero muchísimo».

Le meto el plátano y el vaso en su mochila y se levanta zapatillas en mano. «No hijo, no nos vamos todavía, siéntate cariño». La perra cabreada porrque quiere salir, pues no, todavía no nos vamos.

Me siento para tomar aire cinco minutos, acutalizo el whatsapp que no miro desde anoche y oh sorpresa, un mensaje del club de rítmica. Vale, todo bien, todo correcto hasta que llego al apartado de «...quienes tengan que bordar chaquetilla tienen hasta el día 15 para entregarla«. No me preocupa, hasta que la otra me dice…»ah, que mi chaquetilla por cierto me viene pequeñísima mamá». «Aitana, hija, a principios de octubre se hizo pedido de equipación que faltaba, no me dijiste nada. Esta chaqueta se vende en pleno centro, quedan unos días, el año pasado tuve que encargarla, ¿quieres explicarme de dónde me la saco yo ahora y cómo se supone que voy a ir a por ella?

El reloj me pita asustado desde la aplicación de pulsaciones.

Busco la web de Maty, una tienda de Madrid histórica donde comparmos las cosas de danza y rítmica. Envio un whatsapp preguntando por stock y después de enviarlo me doy cuenta de que son las ocho de la mañana. Madre mía, y es entonces cuando recuerdo que el año pasado tardaron días en responder, así que me lanzo y hago pedido online. Que sea lo que Dios quiera.

Me pongo a recoger la cocina mientras les pido que ventilen las habitaciones y traigan las mochilas y mientras, escucho a Alejandro cantar «los erizos defecan mientras correeeen».  Me niego en rotundo a preguntar, peo no puedo evitar reir a carcajada porque de verdad que a esas horas comienzo a perder un poquito la cordura.

Diez minutos para salir. Toca sandwich para el cole. Le preparo a Alejandro el bocata y la otra se lleva una manzana «paso de bocadillo, la manzana verde es mi seña de identidad«. Ni siquiera reflexiono sobre esas palabras.

«Mamá, ¿y mi mascarilla? «ALEJANDRO, te la acabo de dar hace dos segundos» «Pues no está y yo la he dejado en la mesa»»Si la hubieras dejado ahí estaría en su sitio, ¿no crees?»»Pues igual me la habéis cogido, que nunca me crees»

«Oye, que yo me voy ya»»Aitana, quedan cinco minutos, no vas a ninguna parte»

«Es que ¿por qué me quitáis mis cosas?» «Alejandro, mira en el sofá…» «Ups, pues yo no la he puesto ahí» «Mira qué suerte, tienes la primera mascarilla con patas. Va, al cole los dos, un beso, que no se escape Kiara».

«Espera espera que voy a comerme un trozo de pan» «¿Pero cómo vas a coger un trozo de pan si te acabas de lavar los dientes y son menos diez??? Mira haz lo que quieras, de verdad»

Llega Rodrigo con mis gafas, las llaves, mi mascarilla, la correa de la perra y el móvil. POR DIOS.  Y encima cabreado porque se le van cayendo las cosas de las manos. Salgo como voy, con la ropa de deporte técnica, bien abrigada, no me voy a cambiar. Vamos a la calle los tres.

En ese momento suena el móvil. ¿Quién me va a llamar a mi a esas horas? Evidentemente he de cogerlo como buenamente puedo. Mi marido, que le acaban de avisar que se va fuera hasta el viernes. WHAAAAAAAAT?. Bueno, pues nada, es lo que hay.

Llegamos al semáforo que separa mi barrio de la parada, esos semáforos que tardan tres meses en cambiar para los peatones y que permanecen en verde catorce segundos cronometrados para atravesar una carretera de doble sentido con mediana que nunca da tiempo hacerlo sin correr. Esas. ¿Y qué pasa? Que Rodrigo decide cogerme del cuello y ponerse a dar saltos y a bailar. Enmedio. Ahí. Y el muñegote del semáforo mirándome como diciendo «¿Cruzáis o no? Que yo tengo que hacer mi trabajo«.

Me sobra toda la ropa, el calor de la muerte y hacen tres grados.

Y entre saltos, con la perra que me tira y la mochila que se escurre llega, al fin, el autobús.

Llego a casa y me desplomo en el sofá. 5790 pasos. Toda la mañana por delante y ya estoy para el arrastre. Lloro fuertecito por dentro.

Y vuestra mañana, ¿qué tal?

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