Hace unas semanas, con motivo del mes de concienciación del Citomegalovirus, os hablaba de la importancia que tenían tanto la información y la prevención como la detección precoz del mismo para minimizar las posibilidades de infección así como las secuelas.

Hoy os cuento mi experiencia, de primera mano, vivida con mi tercer hijo Alejandro y lo duros que supusieron en nuestras vidas unos meses llenos de incertidumbre.
 

Mi hijo Alejandro en la calle, en invierno, con una mochila
 

Cuando decidimos que era el momento de ir a por el tercer niño, lo primero que hicimos fue pedir consejo genético. Era lo más sensato dadas las circunstancias y, una vez dado el visto bueno y, asumiendo que la condición de Rodrigo no era un factor que en principio fuera a volver a darse, más que por azar o cualquier circunstancia sobrevenida, dimos el paso adelante.

El positivo llegó a la primera, algo que nos llenó de una alegría inmensa y que recibimos con cautela. Queríamos que fuera un embarazo controlado y tranquilo, algo que no había sucedido en los dos anteriores.

Nada hacía imaginar que estando embarazada de 15 semanas, los resultados de la analítica de triple screening iban a suponer el inicio de una pesadilla.
 

Cuando la ginecóloga consultó el informe me informó de que «había una sospecha de seronconversión a citomegalovirus«. No entendí una palabra pero ella, muy calmada me volvió a pedir una repetición de la analítica en unas semanas, así como una ecografía para corroborar datos.

De momento no había motivos para alarmarse, tampoco me dieron pie a ello, así que me realicé las pruebas y volví a consulta.
 

La ecografía salió bien, lo que supuso un verdadero alivio. Sin embargo, las pruebas de laboratorio confirmaban unos valores compatibles con infección aguda primaria por citomegalovirus.  Había «presencia de anticuerpos IgG de baja avidez», lo que indicaba una primoinfección reciente. Las infecciones durante el primer trimestre tienen mayor gravedad , por lo que en estos casos se recomienda un control ecográfico estrecho. En este tipo de infección (frente a la provocada por una reactivación del virus) suelen infectarse el 40% de los fetos de los que un 5-15% tendrán síntomas al nacimiento, mientras que en caso de reinfección o reactivación solo el 1- 2% de los fetos se infecta y la gran mayoría de éstos están asintomáticos al nacimiento.
No había tiempo que perder.

Ahí el corazón casi se me paró.

¿Qué era el CMV, cómo me había infectado?
 

Se trataba de un virus pertenenciente a la familia de los herpes. Lo había contraído con toda probabilidad a través del contacto con mis hijos, ambos escolarizados. De hecho, lo primero que me preguntó fue si trabajaba con niños o si mis pequeños o yo misma habíamos estado enfermos con cuadros febriles o similares a gripe. Y fue Rodrigo el que me vino a la mente en ese instante.

Por aquel tiempo dormía muchas noches con él porque las crisis nocturnas eran recurrentes. Además, el trastorno de sueño estaba en su apogeo con despertares a las dos de la mañana sin poder volver a dormirse. Todas las semanas faltaba uno o dos días a la guarde, bien por episodios de fiebre, diarrea, malestar…Rodrigo se lo metía todo en la boca, lo lamía todo. Al final fue cuestión de atar cabos.
Y me sentí tremendamente culpable por no haberme cuidado más.
 

Ahora, con la distancia, me perdono a mi misma porque hasta ese momento, jamás nadie, ningún profesional me habló nunca del CMV, del riesgo de infección al estar contacto con niños durante el embarazo, de las conductas preventivas y de higiene que podía haber llevado a cabo, ni especialmente de las terribles secuelas que podía dejar a mi futuro hijo en caso de ser sintomático.
Lo primero que la ginecóloga me dejo claro fue: «Nada de búsquedas por internet, por favor. Cualquier pregunta o duda me la consultas a la hora que sea. Vamos a realizar una serie de pruebas para comprobar si la infección ha llegado al feto y a partir de ahí valoraremos los pasos a seguir«. A partir de ese momento mi embarazo pasaba a ser un embarazo de riesgo con un control exahustivo de ecografías y analíticas mensuales.
 

De ahí, el primer paso fue realizar una amniocentesis. El diagnóstico de infección fetal debe realizarse a partir de la semana 21 ya que el feto no comienza a excretar orina al líquido amniótico (LA) hasta la semana 19–20, y ahí que fuimos. con muchísimo miedo, miedo que continuó los días posteriores. No me atrevía ni a toser bruscamente por si algo pudiera pasarle a mi bebé.
 

Llegaba el momento de conocer los resultados. Ese día asistía sola a consulta. Mi marido me esperaba en el coche fuera del hospital, con los peques. No podíamos entrar todos por Rodrigo, ni tenía con quién dejarle a él y a su hermana, así que recibí una de las peores noticias de mi historia como madre agarrada a un bolso con todas mis fuerzas. El PCR indicaba positivo en Citomegalovirus al analizar la muestra de LA.
A partir de ahí todo se nubló, vivía esa sensación de irrealidad, en la que estás asistiendo como espectador a la proyección de la vida de otra persona.
 

El bebé estaba infectado aunque todas las pruebas que le estábamos realizando arrojaban resultados normales. Eso era bueno. No obstante nada podía garantizar que el niño no fuese a ser sintomático ni presentar alteraciones no visibles. Además, todo podía cambiar en un instante.
 

El CMV podía suponer desde sordera neurosensorial, alteraciones neurológicas, parálisis cerebral, afectación cognitiva, alteraciones del desarrollo motriz…

 

En esos segundos estaba reviviendo todo y cada uno de los momentos angustiosos que había experimentado con Rodrigo, desde las primeras sospechas, las pruebas, los miedos…y sentía ganas de vomitar.
Cuando creía que lo peor ya había pasado, mientras asentía como una autómata, inexpresiva y fria, escuché «..además, tenéis contemplada la opción de interrumpir el embarazo, algo de lo que debo informaros por si así lo decidís. Debéis tomar una decisión rápida dado el momento en el que nos encontramos«.

No recuerdo nada más.
 

Salí de la consulta, fui al ascensor, y conforme llegaba al hall me puse las gafas de sol porque notaba como las lágrima resbalaban por mi cara. Cuando salí a la calle vi el coche aparcado a unos 50 metros. Mientras me dirigía a él movía la cabeza en un gesto de negación y antes de llegar estallé.
Subí y mi marido, asustado, me cogió de la mano esperando una respuesta a su «¿Y…?». Apenas pude susurrarle un «Está contagiado, puede ponerse muy malito y tenemos la opción de aborto«.
 

No pude hablar más. Me repetía mentalmente «¿por qué otra vez?».

Llegamos a casa y nos quedamos en el coche porque no era capaz de parar ni de ponerme en pie.

Cuando hice acopio de fuerzas solo pude agarrar fuerte a mis hijos y fundirme en un abrazo con mi marido.

 
Cada vez que recuerdo esa sensación me rompo por dentro.
 

Ya en casa, tras desahogarme y varias tilas, fui capaz de sentarme y contarle con detalle todo lo que había sucedido en esa consulta. La cuestión era ese «no hay alteraciones visibles«. Eso nos mataba, porque ¿y si no iba a ser sintomático?¿y si no tenía secuelas? Esa posibilidad no nos dejaba vivir y sabía que iba a ser algo que nos perseguiría toda la vida.

Por otro lado el «¿y si sí las tiene?».
 

Si algo teníamos claro era que, a esas alturas éramos capaces de afrontar pérdidas auditivas, problemas motores, alteraciones visuales. Lo teníamos clarísimo. Si era necesario aprender lengua de signos lo haríamos. Si había que adaptar la casa lo haríamos. Pero a lo que no encontrábamos fuerza para hacer frente era a otra discapacidad intelectual que implicase una dependencia como la de Rodrigo. Apenas llegábamos con él, ¿cómo hacer frente a otro niño así?

¿Qué decisión tomar? ¿Había alguna mejor que otra? ¿Cómo vivir con ello?
 

Hablamos mucho, muchísimo. Horas y horas a lo largo de días inacabables en los que barajamos todo tipo de opciones. Creo que fue uno de los momentos en los que más unidos nos sentimos. Era un proceso doloroso en el que debíamos  ir de la mano y encontrar cierta paz para poder tomar una decisión que, fuera la que fuera, cambiaría nuestras vidas.
Y lo hicimos. Nos aferramos a ese asintomático, a ese no signos visibles de alteración y seguimos adelante. Pedimos segunda opinión y los resultados de cada una de las pruebas fueron exactamente las mismas.
 

Por cada analítica positiva, una ecografía con un niño cada vez más grande y más perfecto. Y conforme llegaba el momento, las emociones se repartían entre la fe  más grande en que todo iba a salir bien y el miedo más grande a lo que podría esperarnos.
 

Llegó el día. El parto más corto, más rápido, más indoloro de los tres. El bebé más grande de todos, más rubio, más rosado y perfecto. Unas horas en las que parecía que vivíamos en una burbuja y que todo había sido una pesadilla.

Entonces despertamos y comenzamos con la evaluación de nuestro pequeño. Se le hizo recogida de muestras de orina, extracción de sangre, ecografía craneal y una RMN. Esta fue especialmente dura porque tuvimos que mantener a un bebé de pocos días en ayunas, llorando hasta entrar en la sala y fue tremendo no poder calmarlo.
 

En unas horas nos informaban de su positivo en CMV. Ingresaba en UCI neonatos para proseguir el estudio de la posible infección congénita por CMV y dar comienzo con el tratamiento. La buena noticia: era clínicamente asintomático.

Dejarlo allí y marchar a casa fue como arrancarse una parte del cuerpo. Solo recuerdo el dolor. Podíamos ir cada tres horas a verlo y darle de mamar, mientras, yo me extraía leche porque el pequeño no siempre quería comer, lógicamente.

En un par de días nos indicaban que se había confirmado una alteración en el núcleo caudado «una mancha» que correspondía a una «hiperecogenicidad en ambos núcleos caudados con áreas hiperecoicas en su interior (germinolisis)». Esta posible lesión, podía evolucionar y había que seguir dejándolo en observación.  La ubicación de la lesión se hallaba en un área responsable de la ejecución de funciones motoras, memoria, motivación…Era imposible conocer su evolución y anticipar qué podía ocurrir.

En ese mismo momento se comenzaba un tratamiento con Ganciclovir intravenoso.  Le realizaron además punción lumbar, potenciales evocados auditivos, más analíticas…y él seguía sano como una manzana, precioso.

Tuvimos que espaciar las visitas porque mientras, fuera del hospital, la vida continuaba y Rodrigo estaba experimentando un agravamiento de las crisis.  No hubo más remedio que dejar de ir a primera y última hora y reducirlas a tres al día. Nuestros otros dos hijos, de 2 años y medio y cuatro nos necesitaban también. La sensación de abandono nos acompañaba día y noche. Tener a tu hijo ingresado, a tu bebé de días, y no poder acompañarlo fue cruel. No se me ocurre otra palabra.

Pero afortunadamente la medicación funcionaba. Y, cuando ya habíamos entrado en esa dinámica, la doctora nos regalaba un «os doy el alta, mañana es día de reyes y los niños deben de pasarlo en casa». El tratamiento era sustituido por Valganciclovir ambulatorio que deberíamos administrarle 8 semanas, y mientras seguirían las pruebas de manera exahustiva.

No sería capaz de hacer recuento de la cantidad de visitas que pude hacer al hospital a lo largo de ese año, especialmente los seis primeros meses, varias veces a la semana. Fue agotador, pero al mismo tiempo motivador porque cada visita era una buena noticia, era una menor carga vírica, eran pruebas auditivas normales…y un buen día, cuatro meses después la ecografía transcraneal salía limpia, la mancha había desaparecido, y llegaban los esperados resultados en los que la carga vírica era tan baja que no resultaban cuantificables. De ahí, al año, llegaba el alta.

Alejandro, bebé, en una bañera azul

El pediatra que lo atendía nos decía que si no fuese porque leía el informe de sus compañeras donde se especificaba la infección, nunca lo habría imaginado.

En nuestro caso, el único paciente con CMV asintomático en aquél momento. Nuestro milagro particular lo llamamos, al igual que los doctores.

Como consecuencia le quedó una cicatriz por una herida necrótica que le provocó el gotero en la mano izquiera. Cada vez que le cojo la mano recuerdo todo el camino recorrido y solo puedo dar gracias.

Actualmente, con ocho años y medio, es un niño activo, nervioso, ingenioso, y muy inteligente.
Hace unos meses comenzó a sentir molestias en los oídos y estamos pendientes de hacerle varias pruebas. Es posible que el virus se haya reactivado y le haya afectado, quién sabe…pero esto es algo que entraba en la lotería de su vida de la que nos sentimos completamente ganadores.

A título personal, algo que me resulta increíble es que la toxoplasmosis se da en un 0,017 por cada mil embarazos y todos conocemos algo de ella. Sin embargo, el citomegalovirus se dan 6 por cada mil, es decir, tiene 352 veces más posibilidades de contagiarse pero no se advierte de este riesgo.
Es fundamental que, cuando una mujer quiere quedarse embarazada o lo está, sea informada de los riesgos, más si trabaja con niños o tiene más hijos; de que existen una serie de medidas de prevención y de higiene y que existen una serie de tratamientos.

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