La maternidad es cansada de por si, especialmente los primeros años de crianza. Entre la lactancia, las noches sin dormir, los cambios de pañal o ropa empapada, la energía desbordada… una vive pegada a una ojera constante deseando encontrar un rincón donde cerrar los ojos aunque sean cinco minutos.

Encontrar unos minutos para una misma es misión imposible e incluso una ducha se convierte en un deporte de riesgo teniendo que llevarte a cuestas el MaxiCosi con el bebé a cuestas porque no puedes perderlo de vista ni un solo segundo.

Pero es una época que sabemos tiene fecha de caducidad y que sin dejar a un lado la complejidad de esto que es maternar, lo cierto es que el tiempo y la madurez propia del desarrollo infantil hacen que se vayan recuperando la energía y la fuerza. Y eso anima, ya lo creo, porque es una etapa de transición que sabemos que pasa y da lugar a otras dificultades, si, pero no tan demandantes a nivel físico.

Pero está esa otra maternidad en la que los niños tardan más, mucho más en regular esos ciclos, en los que estas conductas se mantienen durante años, y muchas no desaparecen.

Una maternidad por la que pasan los años y sigues encontrándote con cambios de pañal día y noche, sábanas empapadas de madrugada, despertares nocturnos constantes con terrores incluídos, con crisis convulsivas, con ciclos de sueño desestructurados. Maternidades que deben dar de comer, vestir, bañar, supervisar constantemente, acompañar de la mano a sus hijos vayan donde vayan porque apenas cuentan con autonomía y no tienen la capacidad de cuidarse a si mismos.

Maternidades que temen cerrar los ojos porque durante ese parpadeo puede producirse una caída, un golpe fatal, una escapada, un riesgo si no hay otro adulto cerca, perpetuando el cansancio que ya existe de base con un cansancio emocinal y un estrés sostenido.

Maternidades que viven preocupadas constantemente, con una carga mental que no cesa. Que cuando van dejando atrás una época que parecía controlada debe dejar espacio para ese otro momento de cambio con nuevos desafíos y enormes dificultades. Porque el tiempo no se detiene, aunque a veces quisiéramos.

Somos madres que vemos cómo nuestros hijos se van haciendo mayores, cada vez más demandantes, cada vez más difíciles de manejar y nos cuesta tomar conciencia de que por nosotras también pasa el tiempo. Es como si confiásemos ciegamente en unas fuerzas y energías inagotables, hasta que de pronto llega ese día en el que tu hijo se tira al suelo y ves que no tienes agilidad y te resulta remendamente difícil levantarlo. Ese día en el que al llegar la noche notas las lumbares, cervicales cargadas, te duele el brazo y caes en la cuenta de que has estado llevándolo a rastras hasta la parada del autobús porque no quería caminar. Ese díe en el que te miras al espejo y te das de bruces con una realidad que hace dos días te parecía lejana.

Nosotras nos hacemos mayores, al igual que ellos. Sin embargo socialmente parece que el autismo desapareciera con la mayoría de edad, pero no.

Vivimos en un cansancio que llega inherente con el libro de familia y que no desaparece nunca. Habrá días y días pero ¿esa sensación de descanso pleno? yo no la conozco y la anhelo, mucho

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