Voy a recordar esta pandemia por muchas cosas, pero sin duda una de las que más me va a marcar ha sido ver cómo ha crecido y madurado mi hija mediana.

En marzo era una niña a punto de cumplir los once años, que aún llevaba lazos de algodón en la coleta y bailarinas. Hoy es una preadolescente que quiere sudaderas XXL, se queja constantemente de la ropa, de su pelo y de la vida, así como concepto.

Hay momentos en los que es agotador escucharla pero hay que hacerlo; es su momento de reivindicación, de desafío, de ponerse a prueba, a ella y a nosotros. La paciencia muchas veces está ahí, al límite y me veo respirando hondo con el vértigo de mirar hacia el futuro e imaginarla a dos años vista. Y lo confieso, solo me entran ganas de llorar.

Pero, paralelamente está desarrollando un juicio crítico, una visión de la vida que es super interesante. Tiene inquietud por saber, pregunta acerca de cualquier tema de actualidad, sobre cuestiones morales, éticas, emocionales…Y es fantástico poder entablar ese tipo de conversaciones.

A lo largo de estos meses ha sido, aún con sus rabietas y sus cambios de humor, una compañía imprescindible y un apoyo emocional, sin saberlo, fundamental.

Me ha visto llorar y lo ha respetado, consolándome. Me ha visto enfadarme, mucho, hasta el punto de no ser yo misma y enfrentarme diciéndome que «me calmara porque no le gustaba verme así«. Y ha sido la que junto a sus hermanos ha conseguido sacarme una sonrisa entre tanto miedo y soledad.

Cuando me veía agotada era la que de forma espontánea se ponía a recoger, o instaba a sus hermanos a quedarse en una habitación todos juntos para que yo pudiera descansar mentalmente. Responsabilidad y sentido común.

O ese momento en el que entró en mi habitación y me descubrió intentando maquillarme algo los ojos para tratar de que las gafas, que tanto odio pero necesito, me queden mejor, con cara de resignación.

La que cuando me veía quejarme porque la ropa no me entraba me decía «estás más gordita pero eres muy guapa para mi«.

Coger el portátil y ver que había estado navegando en varias webs como Vision Direct. o Mango. Verla llegar con con su monedero porque quería regalarme un vestido o bien había encontrado una página con precios baratos en lentillas para comprarme unas.  Sabe que mi vista está cansada, que paso muchas horas delante de las pantallas, y que la presbicia ha asomado ya. Eso me hace sentir mal conmigo misma y además llevo desde los 12 años padeciendo las gafas a las que no me llego a acostumbrar.  «Así no tendrás que llevarlas mamá e igual te sientes mejor…»

Esa ambivalencia que las hormonas producen y a ratos te hacen adorarla o bien mandarla bien lejos. Como cuando se vuelve contestona y después se arrepiente y viene a abrazarme tras un largo rato eso sí, porque a cabezona no le gana nadie o cuando se tumba a mi lado, en mi regazo y me pide ver una peli juntas, y siento que el mundo se ha detenido.

Esos instantes de angustia en los que he tenido que salir corriendo al hospital con su hermano. Y ha sido la niña más resolutiva del mundo trayéndome gasas, buscándome la tarjeta sanitaria, preparándome los pañales y las toallitas, las llaves, el bolso, quedándose al cuidado de su hermano pequeño durante horas.

Una época llena de cambios emocionales, de búsqueda de intimidad, de reafirmación de su identidad, de aparición de nuevos miedos, de cambios físicos.

Todo me pilla de nuevas, así que vamos a ir paso a paso descubriendo cada día, averiguando cómo poder acompañarla en esta búsqueda de una mejor versión de sí misma sin perder el norte entre altibajos emocionales y reivindicaciones a veces sinsentido para mi pero vitales para ella.

Dudo que olvide todos esos momentos, por encima de todas las emociones negativas que he experimentado. Porque está siendo el despertar de un momento complicado confuso para todos pero emocionante, divertido y necesario. No hay atajos y solo espero que entre tantos cambios, lo de verdad, el fondo permanezca, más allá de estilo de ropa y gustos musicales extraños.

 

 

 

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