Estoy al límite, hasta las narices, cansada, enfadada, muy cabreada, hasta los mismísimos.
Porque yo lo valgo. Sí señor. Porque yo, la madre entregada, paciente, entusiasta y atenta también tengo mis días malos y exploto.
Y no me apetece contenerme más.
Estoy que trino, harta de los madrugones.
De que todos los días por defecto a las cinco se amanezca en mi casa.
De que se despierten frenéticos, con una verborrea incesante, como lagartijillas corriendo de un lado a otro, con intensidades satánicas a esas horas de la madrugada.
De los gritos del mayor.
De los cambios de humor de la mediana.
De la cabezonería del pequeño.
De las prisas de todo el mundo en casa.
Del slow life excesivo de los demás.
De perseguir al pequeño para que se vista y se asee antes de ir al colegio. Hago kilómetros en casa todos los días.
De tener que supervisar hasta el último detalle para que no se dejen nada, y utilizar mis seis u ocho brazos según la ocasión, para vestir, colocar, agarrar, cambiar…a tres mientras evito que la perra se acerque demasiado al pañal de #elde8.
De ir corriendo a todas partes, a llevarlos, a recogerlos.
Cansada no, cansadísima y hastiada de que en Madrid se lo comiesen todo en el comedor del colegio y ahora cada día es una lucha y un «qué asco» ante cada plato de comida. De manera sistemática.
De comer como los pavos, en quince minutos para que puedan ir a extraescolares a las cuatro de la tarde.
Del que organizó el horario de las extraescolares de su colegio, pensado con los pies.
De otra tarde de idas y venidas.
De luchar para que no se duerman a las siete de la tarde.
De pelear para que la mediana haga sus tareas y estudie para sus exámenes antes de quedarse dormida.
Cansada de esas tareas y esos exámenes.
De quedarme con la cena hecha y acabar recurriendo al vaso de leche porque no pueden abrir los ojos ni para cenar.
De la incontinencia urinaria de #elde4.
De cambiar sábanas de madrugada.
De los enfados del mayor por su frustración al no saber hablar.
De los días y noches en soledad por el trabajo de mi marido.
De ser ama de casa.
De ser demasiado mayor para las empresas.
De que ser madre sea un hándicap para el mundo laboral, y en lugar de sumar, restemos.
De que no se valoren mis capacidades, competencias, años de formación y experiencia.
De verme forzada a elegir y no poder conciliar.
De que Melilla no exista.
De la falta de profesionales médicos aquí.
De ser una bloguera solitaria.
De que personas a las que quiero necesiten un abrazo reconfortante y tenga que dárselo virtualmente.
De esa falta de contacto 1.0.

De tanto. De todo.

Y ahora respiro hondo, me desahogo, lo suelto y reseteo porque es lo que me ha tocado vivir.
Pero no lo olvides, no soy una súper mamá, ni una madraza, ni una heroína, soy una madre agotada, hoy cabreada, que no consigue mantener la casa recogida más de media hora ni acabar de organizarme, y eso me enfada  a unos niveles que ni te imaginarías. Porque yo puedo.
Y tú, enfádate también, que de vez en cuando no viene mal.

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