Desde el momento en el que la COVID-19 llegó, comenzó un proceso de invasión de todos los ámbitos de la vida y esa invasión hizo que la atención urgente a la salud física llevara a descuidar muchos aspectos de la salud mental.
Hemos tenido que aprender a vivir con la incertidumbre de manera constante. Por un lado por lo que significa una enfermedad cuyos efectos se desconocen aún del todo y de la que aún queda mucho por descubrir; por otro por lo que implican el contagio y sus consecuencias a todos los niveles.
Por si eso fuera poco, el llevar meses asistiendo a una gestión cambiante día a día, a veces incluso en cuestión de horas por parte de las instituciones. Los ciudadanos estamos locos. Ahora se puede, ahora no, ahora sí pero con modificaciones. La fiesta de la pandemia.
Con todo esto, los servicios de atención sanitaria se vieron obligados a reinventarse, no quedaba otra, al igual que los educativos. Y entre tanta reinvención, tanta norma y tanta desorganización se puso de manifiesto la invisibilidad de la infancia.
Las normas iniciales que se establecieron para contener el virus atendieron primero a la necesidad de la salida de mascotas y no a las necesidades de salir de los niños, de poder jugar y tomar el aire. Ccomo si fueran chupando y escupiendo al resto de la humanidad con sus características de supercontagiadores, según muchos…
Por supuesto nada tampoco en relación con los adolescentes que en estas etapas evolutivas tan importantes no era solo cuestión de estar al aire libre, sino de relacionarse con los demás. Y lo digo yo que tengo perra, tengo hijos, una preadolescente y un niño con grandes necesidades de apoyo (discapacidad severa).
Y ahora, tras comenzar las clases se ha visto claramente que de supercontagiadores nada. Los centros educativos han demostrado ser los lugares más seguros, y ellos, los más responsables. Eso sí, los primeros en ver recortadas sus libertades. Y nadie recula, nadie lo reconoce, nadie pide perdón.
Padres y madres nos adaptamos rápidamente a la nueva atención sociosanitaria. Algunos tuvimos que aprender por nuestra cuenta, mejor o peor, a manejar unas tecnologías que a muchos les eran desconocidas junto a sus hijos; a cocinar; a hacer de maestros y monitores de tiempo libre; a aprender bailes; a improvisar manualidades. Y sí, hemos demostrado tener una resiliencia mucho mayor de la que tanto nosotros como los profesionales podían imaginar.
Si bien se vulneraron -y se sigue haciendo- los derechos de los pequeños, ni que decir tiene cuando se hace referencia a niños y adolescentes con discapacidad y problemas de Salud mental.
De la noche a la mañana cerraron los centros, de manera abrupta y con ellos los programas de tratamiento que tanto necesitan estos niños con discapacidad intelectual, con autismo, con TDAH. Se quedaron sin una perspectiva de futuro, sin saber hasta cuándo. Ni ellos ni nadie. Y para muchos de ellos el plan B de la atención educativa/ terapéutica online no resultó. Vivir tantos meses sin saber cuánto iba a durar, con esas carencias fue complicando aún más una gestión emocional que ya de por si no estaba siendo nada fácil.
Desde los servicios se tuvo claro que la atención sanitaria a la salud mental infanto juvenil no podía cerrar, era impensable. Así que lo que se hizo fue transformar esa atención en su mayoría en forma de consultas telefónicas. No fue lo ideal, pero almenos se pudo segir manteniendo el contacto que tanto necesitaban (y necesitan) tanto los niños como las familias.
En nuestro caso este tipo de atención fue y ha sido muy útil para supervisar el caso de Rodrigo. Necesitamos realizar ajustes de medicación por un lado, y de atención por otra, dado lo mucho que el encierro y la ausencia de clases y de atención le afectaron.
Las familias hemos tenido que hacer un grandísimo esfuerzo de adaptación y reorganización en un momento en el miedo era la emoción más predominante.
Y, pese a que esos servicios sanitarios que se habían reinventado se esforzaban, la conclusión es que no han podido estar suficientemente a la altura.
Hay mucho que replantearse de cara a un corto plazo porque esta situación dista mucho de acabar en breve, sino todo lo contrario.
Hay que replantear la inversión presupuestaria, a todas luces insuficiente. Resulta increíble que tras lo sucedido no se hayan concretado medidas ya.
Replantear ese salto a una asistencia telemática que pilló desprevenidos y con muy pocas herramientas, materiales, dotación de equipamientos, conocimientos. Muchos profesionales tuvieron que aprender a salto de mata a usar plataformas, llevar a cabo conferencias virtuales, crear grupos y gestionar redes para atender a pacientes.
Replantear los recursos materiales para garantizar la seguridad física y emocional. El temor del propio contagio por no contar en su puesto de trabajo con suficientes medidas para atender presencialmente con las garantías necesarias, añadiendo más carga de estrés aún.
Nuestros niños…ellos volvieron a darle a la sociedad una lección de plasticidad, adaptación, de respeto, con un comportamiento que fue y sigue siendo ejemplar.
No hay uno solo que no conozca y respete las medidas preventivas de higiene. Todos (o casi todos) estaban deseosos, y contentos de poder, al fin, volver a clase y es que necesitaban con urgencia ese reencuentro con sus profesores, con sus compañerso a ese espacio que supone que es el colegio de socialización y de desarrollo de la personalidad.
Estamos en una no normalidad, más que una nueva normalidad. A mi conceptualizarlo así no me ayuda a volver a lo que tenía y no quiero (y creo que no debo) acostumbrarme a esta situación.
Es el momento de reflexionar y, desde nuestra posición los que tenemos hijos con discapacidad o los que sean usuarios de los servicios de salud mental, sobre qué modelo de atención sanitaria queremos, y necesitamos.
A los profesionales les queda un largo y complicado camino, escaso de recursos materiales y humanos para incorporar esa teleasistencia -que ha llegado para quedarse, no nos engañemos-, la telemedicina, la telepsicología -tan importante estos meses atrás-…
Debemos analizar cómo todos estos meses han afectado a nuestros niños y adolescentes y cómo estas innovaciones en la atención y modelo de cuidados van a afectar en sus vidas y comportamiento.
Hubo un momento en el que realmente creí que esto sería para bien, pero dada la situación que estamos viviendo, el desgobierno que tenemos y la clase política, en general, no veo que mi esperanza en que la salud mental cobrara relevancia vaya a ser una realidad. Al igual que la discapacidad, en un segundo y tercer plano, reconvertida en moneda de cambio para presupuestos e intereses.
Queda en nuestras manos, en la de docentes, sanitarios, profesionales y familias ver qué podemos hacer por mejorar la calidad de vida de los nuestros. Con lo que tenemos, sin esperar más de los que en teoría nos representan y deberían velar por nuestros intereses.
Más que nunca creo en las comunidades, en su fuerza y en sus posibilidades.