Vamos a hacer, ¿cuánto ya?, más de nueve meses conviviendo con esta pandemia de manera consciente. Que estaba con nosotros desde antes, seguro. Pero más o menos ese tiempo desde que llegó a nuestras vidas para quedarse hasta no sabemos cuándo.

No hace falta decir lo que ha impactado en mi vida, como a todos. No hay una sola esfera de mi existencia que no se haya visto afectada.

Aunque el verano nos dio cierto respiro, en mi casa decidimos seguir medio confinados. No nos fuimos de vacaciones, no visitamos a la familia y permanecimos en casa con la esperanza puesta en que lo que hacíamos, todos esos sacrificios, nos llevarían a una sociedad en la que la pandemia estaría algo más controlada.

De pronto llega septiembre y me doy de bruces con la realidad. Se vuelve a respirar la atmósfera de marzo peligrosamente, y, si bien no estamos encerrados, hay un factor que se une al estrés, la ansiedad y la impotencia: el enfado absoluto por la falta de responsabilidad, civismo y conciencia de tantos y tantos.

Todas esas emociones que he ido acumulando estallan, llega la medicación, se agudiza el insomnio y me sorprendo teniendo miedo. Miedo a cualquier situación que se salga demasiado de mi rutina habitual, a lo que no suponga recoger del colegio, de la ruta o comprar en la farmacia, aunque esto último me sigue abrumando enormemente, pero no queda más remedio que hacerlo: es nuestra vida ahora. Y es curioso porque el miedo responde más al hecho de anticipar lo que podría ocurrir que a ejecutar la acción, es decir, cuando estoy en el hipermercado no estoy excesivamente mal, aunque en todo momento soy consciente de los riesgos.

Sigo teniendo miedo a abrir la puerta al mensajero, a ir a hacer la compra, a que mi marido vaya a trabajar.

Miedo a que los niños se contagien, lo haga yo o peor aún, Rodrigo.

No es un miedo visceral e incapacitante. Es más esa sensación de inseguridad y falta de control porque eso es lo que percibo, la absoluta falta de control que tenemos como sociedad.

La información en los medios no me ayuda. Entiendo que es El tema pero francamente, el alarmismo ha tomado un cariz que a mi solo consigue espantarme cuando enciendo la televisión.

Solo soy capaz de pensar en los aspectos más agresivos de este virus, aún a sabiendas de que muchos son excepciones, inusuales. Si, me está costando un esfuerzo enorme gestionar emocionalmente ese miedo a salir de casa, lo reconozco.

Algunos lo han llamado coronofobia o síndrome de la cabaña, Más allá de palabros o neodefiniciones, odio vivir con esta sensación. Y el hecho de que se bautice como nueva normalidad a mi me enerva. Porque de normalidad esto no tiene nada, y no debería parecérnoslo. Parece que nos conformamos o incluso que hemos llegado al derrotismo. Hay una falta de espíritu de sacrificio, de voluntad de lucha, de cambiar de verdad que me genera una tristeza enorme.

No quiero vivir con estas sensaciones, con miedo, no quiero que la mascarilla sea lo habitual, que el saludo con la cabeza sustituya al abrazo.

Y me gustaría que todos tuviéramos un poco de ese miedo para poder hacer las cosas de verdad bien; para entender que nuestra conducta responsable puede hacer que otros sobrevivan y que podamos ir remontando. Hemos pasado del «de esta salimos fortalecidos» a revelarnos como una sociedad individualista y egoísta. No, no se puede generalizar, por supuesto, pero el fracaso de unos al final es el fracaso de todos. Aquí todo nos afecta, todo está conectado.

Cogeré mi miedo y lo transformaré en fortaleza para seguir, para hacer que mis hijos no vivan un tiempo triste sin poder hacer muchas de las cosas que los niños hacen, deberían hacer. Ellos sí son el ejemplo y nuestra inspiración. Son los que están demostrando que la educación mueve montañas, que si se quiere se puede, que hay que cumplir unas normas para convivir y lo hacen sin peros. Ellos son los protagonistas y los que hacen que mi miedo se desvanezca por momentos cuando los tengo cerca.

 

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