Camino por la calle o por un centro comercial, con él cogido de mi brazo. Ya no me da la mano, prefiere agarrarse así, le da más margen para dejarse caer y de paso aprovecha para morderse los puños de la chaqueta. A mí me molesta, me resulta incómodo, porque siento muchísima inestabilidad al no poder controlar su paso por si pierde el equilibrio, pero al final él es quien marca sus necesidades y tiempos, y ahora se encuentra en ese punto.

Puede reír a carcajadas, aletear, hacer pedorretas, gritar de alegría o de enfado, según su estado de ánimo, el momento, la situación. Puede tirarse al suelo porque le «molesta» la visión de cualquier persona, empujar hacia la carretera cuando no hacen más que pasar coches, y forzarme a alternar de acera constantemente. Puede parar, tirar la mochila, quitarse la chaqueta, las zapatillas y los calcetines. A veces incluso el pañal. Y con paciencia, respirando hondo mientras lo regañas y te tragas la ira (y a veces las lágrimas), lo recompones y te recompones.

Y en cada momento nos encontramos con gente de frente. Lógico, vivimos en sociedad, no somos seres aislados.

Las reacciones que provoca cuando está contento suelen ser sonrisas recíprocas, miradas dirigidas hacia él y hacia mí, expresiones tales como «hoy está contento, ¿eh?» y él responde riendo más fuerte, devolviendo una mirada agradecida.

Cuando está triste o enfadado, cuando aparecen las crisis, esas miradas cambian. Se debaten entre resignación, desconcierto y lástima. En las que menos, desaprobación, pero las hay. Miradas que podría decirse son boquiabiertas. Muchas miradas perdidas. Miradas de evitación. Miradas que se dirigen al suelo, a la nada, que lo traspasan. Miradas rápidas, fugaces, llenas de prisas. Miradas que lo hacen invisible.

Genera vulnerabilidad en el que lo ve, que se siente perdido y no sabe cómo actuar. Que necesita crear una burbuja protectora para no expresar algo que quizás sienta no es correcto, decir una palabra que quizás no sea acertada. Y no pasa nada, porque yo he estado ahí, y sigo estándolo. Porque si no experimentas o vives determinadas situaciones de primera mano no sabes qué hacer, qué decir. No sabes que a veces no hace falta no decir nada, y está bien. No pasa nada.

Solo que a veces me pregunto…¿se siente él invisible? ¿Entiende esas miradas y esas no miradas?

Ese vacío y ese silencio que se produce cuando entramos en algún espacio, esas caras que se giran. Esas actitudes que nosotros asumimos porque las entendemos, porque no encierran ninguna intencionalidad.

Esas no actitudes que son las que algún día espero que se transformen en naturalidad, en un «hoy no estás contento, ¿eh Rodrigo?«, mientras él sigue enfadado. En un encogimiento de hombros, en un «uf, hoy tiene el día torcido«, al igual que con mis otros hijos. Porque si me lo dicen no pasa nada.

Él es como es, actúa como lo hace. A veces con motivo, otras sin él, o no, a saber. Y no pasa nada porque parezca bien, mal, porque sorprenda. Es lo que tenemos los seres humanos, que somos variables. Todos.

No me gusta que Rodrigo sea invisible. No quiero que genere indiferencia. Quiero que haga reflexionar, pensar, que invite a dar el paso, a atreverse.

El otro día una madre me decía: «¿Grita porque estoy hablándote?» y yo le contesté que sí, que ahora teníamos esa pequeña dificultad en la que no acepta que personas que no consideran de su entorno se nos acerquen. Y estuvo bien.

Espero que algún día la discapacidad deje de ser invisible, que las miradas dejen de huir.