La última vez que la vi fue por un impulso.
El vivir a muchos kilómetros de distancia, con un niño al que los cambios lo desconcertaban tanto no hacía fácil visitarlos, pero de alguna manera conseguimos hacer una escapada y diez horas de viaje en un día.
Una locura necesaria.
Y dolorosa.
Una sombra, que recuperaba su sonrisa por momentos, y tal y como llegaba se esfumaba.
Que de pronto te recordaba como se quedaba ausente.
Que tan pronto comía de manera autónoma como necesitaba que le limpiaran la comisura de los labios.
Cogerle la mano y mirarla.
Ni rastro de la mujer de genio fuerte, segura, inquieta, siempre con un paño en la mano y sin parar.
Que me ahogaba con el spray antimosquitos en verano y me sofocaba con los braseros en invierno.
Al tiempo que sus recuerdos se deshilachaban lo hacía su voz, y luego sus movimientos, y al final se dejó llevar, no sin antes luchar. Para mí tardó demasiado.
Nunca olvidaré el dolor de esos años de mi abuelo y mi tía, su hija pequeña. Con dos hijos, embarazada del tercero, dándose por su madre hasta el final. Murió en brazos de mi madre, cerrando así el círculo.
Tristeza.
Mi abuela siguió los pasos de su madre, pero de manera más prematura.
Y de su hermana.
Y su hermano lo hizo después.
Entonces es cuando llega el miedo por mi madre, por mi hija, por mí.
No quiero que os convirtáis en un recuerdo.
Me da miedo perderlos, mucho.
Que un día no sea capaz de reconocer la mirada de Rodrigo, de reconocer la risa de Aitana o los abrazos de Alejandro.
Que no sepa que quien me sostiene la mano es mi marido, mi compañero desde hace media vida.
Maldito seas Alzheimer.
Espero no tener que volver a mirarte a la cara, pero si es así, ten por seguro que no dejaré que nos lleves tan fácilmente, ni a mí ni a ninguno de los míos.

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