Levántate veinte veces por la noche.
Tómate el primer café a las cinco de la mañana porque ya comienzas a escuchar cómo van despertándose y apuras los últimos minutos de tranquilidad.
Gestiona como puedes los gritos de Rodrigo que quiere desayunar y tienes que intentar que siga una rutina.
Trata de leer correos atrasados mientras bebes el segundo café.
Recoge la cocina mientras uno come, porque tiene que tenerte a la vista y si no vacía el cuenco de leche en la encimera, y los otros se van vistiendo.
Peleas diarias porque arreglen sus cuartos y colaboren.
Haces ejercicio extra mientras aseas y vistes a Rodrigo que se niega.
Lo llevas a coger el autobús del colegio mientras aprovechas para sacar la perra.
Evita que en el trayecto se escape o se tire al suelo.
Vuelve a casa y tómate un zumo.
Intenta trabajar entre llamadas al timbre, al teléfono (hay personas que lo de «trabajar desde casa» no lo entienden todavía), lavadoras que poner y gestiones varias que solo se pueden hacer por las mañanas. Siempre hay tarea. Siempre.
Te haces la comida y prácticamente la devoras y mientras ves la televisión doblas ropa, o planchas o pasas la aspiradora o firegas algún cuarto de baño.
Controlas el tiempo para que no se haga tarde y vas a recoger a Rodrigo.
Algunos días esperas a sus hermanos, otros vas a fisio, otros a casa directa.
Le das de merendar y pasas tiempo con él buscando centros de interés con resultado la mayoría de los días nulo.
Esperas a que vengan sus hermanos mientras recuperas lecturas, o sigues con faena.
Aprovechas para ir a la farmacia, o la óptica, para hacer la compra.
Ir al super es pasar dos horas a contrarreloj.
Ir a la peluquería a tintarte las canas es sentir la culpabilidad constante de dedicarte casi tres horas a ti, -con-la-de-cosas-que-tienes-que-hacer.
Intentas quedar por las mañanas con alguien para el café y haciendo tus cálculos de tiempo nunca encuentras el momento, como tampoco lo encuentras para salir a correr o ponerte con esa tabla de fuerza.
Vas acabando pedidos, atendiendo pacientes a salto de mata, entre huecos que te permite el cansancio y el horario de locos.
A todo esto tu agenda debe ajustarse a la existencia o no de crisis convulsivas porque sabes que ese día lo tienes hipotecado.
Si hay que ir a urgencias lo haces a las 6 de la mañana porque sabes que no hay casi nadie y no tienes que dejarlos solos tanto tiempo, sobre todo por Rodrigo.
Si estás con fiebre te sobremedicas porque de otro modo no se puede.
Haz de terapeuta y maestra, de enfermera, de confidente, de compañera de juegos, de ogro y de madre que consuela y todo lo puede.
Ayuda a preparar ese disfraz, ese trabajo, vete a por material a última hora de la noche, encárgate del regalo de cumpleaños, organízate para asistir a las tutorías.
Si te sientas en el sofá te duermes y ves que no son ni las ocho.
Abres la nevera sin saber qué hacer de cenar y maldices ese momento del día.
De nuevo estrés porque Rodrigo solo quiere leche, Alejandro está dormido y nada le gusta y Aitana…bueno, es adolescente y nunca sabes por dónde va a salir.
Intentas llamar a tu marido, el único momento del día en el que podéis y apenas te quedan fuerzas.
Te metes en la cama y pese a estar agotada te cuesta dormir porque estás agendando mentalmente el día siguiente, la semana, dándole vueltas a eso que no ha salido como esperabas, a eso otro que no acaba de funcionar.
De nuevo otra noche con múltples despertares…
Y escucha cómo te aconsejan que «te cuides», «que descanses» mientras rezas porque una crisis de ansiedad no te visite por la noche.
Renuncia a proyectos laborales.
Renuncia a momentos de ocio.
Y así la rueda gira y el ciclo se repite. Una y otra vez. Y aunque tratas de disfrutar el día a día solo puedes pensar en el momento de volver a estar juntos y contar con tu marido de nuevo.
No me felicites el día.
Dame recursos, dame apoyo, dame igualdad, dame respiro.
Valora mi tiempo, evita mi renuncia.
Recordad: sin nosotras el sistema se derrumba