He empezado el sábado con mal pie.

Nada más encender el móvil y el portátil me han saltado decenas de notificaciones, todas relacionadas con un video de instagram que al parecer ha corrido como la pólvora.

Ya no está, pero he conseguido verlo y solo puedo decir que me siento muy, pero que muy triste. Y preocupada.

Llevo muchos años trabajando para visibilizar lo que supone convivir con la discapacidad. Para tratar de normalizarlo. Para que nuestros hijos aprendan que la diversidad no es mala, sino que suma y aporta, y que estamos rodeados de lo diferente: en casa, en la naturaleza, en clase. No olvidemos que para ellos somos un referente y nuestras actitudes, opiniones, comportamientos les influyen. Para bien, y para mal. Y prefiero hacerlo para bien.

Mis hijos son unos privilegiados. Han podido conocer de primera mano lo que es tener un hermano con discapacidad severa. Las noches en vela, las visitas médicas, las crisis convulsivas, los miedos, las alegrías de los grandes logros…todo eso les ha hecho ser tolerantes, comprensivos, empáticos. Y sobre todo les ha hecho mirar más allá de una etiqueta.

Cuando han ido al colegio de su hermano, o nos acompañan a la ruta, o han asistido a un taller de hermanos…lo han vivido con esa normalidad que es lo deseable, lo que aspiro como madre.

Rodrigo es un niño muy expresivo. Muchísimo. Cuando está contento, emocionado grita, da saltitos, aletea…Da igual que sea en casa, en la parada, en un supermercado, por la calle. Muchas veces cuando ve a la gente les da un toque. Para él es un juego, una especie de saludo, de tú la llevas. No es capaz de distinguir entre la oportunidad/ no oportunidad del momento.

Y sí, hay ocasiones en los que con la fuerza de un niño de trece años esos toques se convierten en palmaditas fuertes.

Normalmente consigo apartarlo a tiempo y esquivarlo. Otras veces hay suerte y da en las mochilas. Pero en alguna ocasión no he llegado a tiempo.

En cada uno de esos momentos me he disculpado por activa y por pasiva decenas de veces, explicando porqué lo ha hecho. Tan solo en un par de ocasiones tuve una respuesta agresiva.

No os podéis hacer una idea de lo que yo paso en esos momentos. Es angustia, es miedo. Y no debería ser así, porque es una conducta que él hace de manera espontánea e instintiva. Que para modificarla pueden pasar años, si se logra. Para eso están los profesionales y estamos sus padres trabajando en conjunto: para intentar que las conductas sean lo más adaptativas y socialmente aceptables. Pero con un grado de discapacidad intelectual del 76% no es fácil.

No hay una solución sencilla. No puedo, ni debo, ni quiero aislarlo. No quiero apartarme de acera. Solo puedo ir pendiente, cambiando esa conducta por otra, reforzando…

Obviamente no deseo que con su gesto pueda dañar a otros. Pero ¿sabéis? yo tampoco debería sentirme angustiada, ni con miedo a las reacciones. No debería ni siquiera plantearme el cambiar de acera. Debería poder salir a la calle con la misma tranquilidad que cualquier otra madre. Pero no es así.

Mi hijo no es agresivo, nada más lejos de la realidad. Si así se percibe es porque obviamente las personas no saben qué es lo que le sucede a Rodrigo, ni cuáles son las peculiaridades de su condición que le llevan a actuar de determinada manera. Por eso insisto siempre: si tenéis dudas, curiosidad, preguntad. No os cortéis. La información vale millones en este camino hacia la normalización.

Afotunadamente no recuerdo en estos trece años de maternidad diversa que nadie nos haya evitado o se haya apartado. Solo pensarlo hace que el estómago se me encoja.

Sí hay miradas, claro que las hay es normal. ¿Cómo no va a haberlas cuando tienes a un niño enorme gritando, haciendo gestos raros, bailando en la calle, quitándose las zapatillas…??

Pero eso forma parte de la vida, como cuando vemos a alguien con el pelo con millones de colores, o completamente tatuado, o con una indumentaria curiosa, o con una estatura exageradamente alta o baja para lo que es considerado normal…no sé, hay tantas diferencias en la sociedad…Tantas como personas, y es normal que nos llamen la atención. Y es bonito percatarnos de ello, y observarlo. Imagináos que fuéramos todos iguales, sería tan gris, tan aburrido, tan triste…

Mi hijo, por cierto, no va «pegando hostias» por la calle. No pega. No intencionalmente. No es un maleducado. No somos unos descuidados.

La discapacidad ha sufrido muchísimos estigmas a lo largo de la historia. Atrocidades que han marcado generaciones. Niños que eran escondidos, abandonados…

Vivimos en un momento en el que hacemos alarde de apertura de miras, de liberalismo, de tolerancia. Pero parece que la tolerancia solo se aplica a algunas situacione, o colectivos. O va bien para la foto, O es de boquilla.

Por último, solo quería añadir que el odio en redes no es la solución. Que las denuncias, las protestas hay que llevarlas a cabo, claro que si, pero siempre digeridas, fundamentadas, con criterio, con argumentos, libres de prejuicios y nunca en caliente. Provocan respuestas instintivas y tampoco son la solución cuando van llenas de agresividad y reproches violentos.

Ante un video impulsivo -que no reflexivo- como el visto estos días solo puedo decir que siento pena, una pena inmensa y que más que nunca me veo reforzada en el trabajo que desde mi espacio aquí hago, y desde mis redes.

Como comunicadores tenemos una responsabilidad para con nuestros lectores y seguidores. Informamos, creamos opiniones, generamos discurso. Y por ello debemos formarnos e informarnos; no todo vale a la hora de exponer algo que nos afecta a nivel personal.

Hay mucho por hacer.

Y no, #nosonhostias

 

 

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