No quiero lamentarme, ni llorar, ni parecer una triste que va quejándose por las esquinas, porque cuando me pongo así me caigo mal a mí misma.
Pero esto es lo que es.
Mi hijo aún no ha cumplido los diez años, no llega a treinta kilos y ya no puedo con él.
Sus, llamémosle peculiaridades, cada vez se encuentran más exacerbadas. Se han incrementado los episodios de crisis, de negativismo, de rabietas..
No acabamos de identificar los detonantes, lo cual nos complica la anticipación y la adopción de estrategias.
Salir a la calle a, simplemente recoger a sus hermanos del colegio es misión imposible. He de pagar un servicio de aula matinal para poder ir más tarde cuando ya no haya alumnos porque no puede enfrentarse a una multitud. El estrés auditivo y visual es demasiado para él. (HOLA AUTISMO).
No podemos dar dos pasos sin que se tire al suelo y se haga un ovillo. No soporta ver gente en la misma acera, en el portal, en un paso de peatones. Y no son pocas las veces que yo voy detrás, lógicamente.
Imaginad la situación: se tensan todos los músculos, se pone rígido y, a ver cómo lo mueves. Ya he optado por ponerme ropa hiper cómoda para no ir dando una alegría cada vez que me agacho con falda…
Si alguien se para a saludarme empieza a gritar, a pegarme en el antebrazo, a agarrarme con fuerza, a tirarme del pelo y, últimamente, a morderme. Mi brazo con hematomas es un ejemplo visible. Y, a los dos segundos, una vez que me disculpo por no poder atender a esa persona, se levanta, como si nada, sonríe y le dice adiós con la mano mientras no deja de mantener el contacto visual hasta que se cerciora de que ya no se encuentra dentro de su «radio de acción».
Si, por la razón que sea, me quedo unos días sola con los tres porque el padre ha de salir por motivos de trabajo (algo relativamente frecuente), he de organizar todo previamente porque ir a comprar es simplemente inviable.
No puedo acercarme a una farmacia, o a un kiosco.
No podemos bajar a la plaza a jugar.
Sacar a la perra es momento de disfrute, siempre y cuando sea a las 7 de la mañana, algo que me garantiza un paseo desierto y tempranero.
Si nos vemos a forzados a salir, qué te digo yo, a que tomen el aire por aquello de no estar encerrados y la salud y tal, lo pagan mis huesos y ligamentos, además de mi salud mental, ya que me toca estar cantando la sintonía del corto de «Los tres cerditos» en bucle o las dos cover de Doraemon.
¿Que no te lo crees? De memoria…
«Yo voy a construir, mi casa como ves, de paja es y soy muy feliz tocando mi flautín (…)»
…y ahí es donde he de silbar emulando al cerdo con flauta. Épico.
No deja de ser divertido pensar cómo nos ven desde el otro lado mientras dos niños y una adulta van cantando por la calle a grito pelado, mientras un tercero hiperventila y grita de alegría…
Pero estas conductas no las reproduce con su padre. Con él no.
Solo conmigo.
Este fin de semana ha sido muy duro.
De hecho compartía con Luis que hacía años -atención a esta palabra, años- que no lo pasaba tan mal, porque, por lo general, me apaño bastante bien.
Pero no, este fin de semana se alinearon rabietas de #Elde5, de #Elde9, además de su malestar general y su conducta cada vez más compleja.
Así andamos en este universo, contando los días para retomar terapias, rezando para que se solucione la ruta del colegio y deseosos de comenzar a buscar formas de afrontar esta nueva dimensión en la que nos andamos adentrando. Porque tiene que haber una manera.
Y es que de pensar en él, dentro de dos años más, con veinte centímetros de altura más (roza el 1’40) y unos kilitos extra hacen que mis huesos se echen a temblar.
Ya voy mirando fajas de esas sujeta-aprieta todo por si acaso…
Un besazo fuerte, amiga, ojalá este próximo fin de semana compense los malos momentos del anterior. Te lo mereces.
Eres admirable. Un gran abrazo.