Durante los tres años que estuvimos viviendo en Melilla nos encargamos de hacerles entender a nuestros hijos que era algo temporal, con fecha de principio y de final. Era algo que repetíamos porque queríamos hacer la vuelta lo menos traumática y lo más natural posible.

Con #Eldecasi11 procedimos hablándole mucho del colegio, explicándole que ya había estado antes. Su discapacidad no nos permitía saber cuánto recordaba y cuánto no. Si bien el día que fuimos a hacerle la evaluación individualizada de principio de curso estaba reacio, es cierto que reconocía espacios y no fue tan difícil como habíamos anticipado. Después, en cuanto comenzaron las clases sus ojos, sus risas, su estado de ánimo en general nos decían que sí, que había vuelto «a casa». Y no os imagináis la tranquilidad que eso proporciona, especialmente después del estrés que pasamos en el colegio anterior. Adaptación rápida y exitosa.

#Lade9 sufrió muchísimo con las despedidas, de sus compañeros de clase y de sus compañeras de entrenamiento, y a mí me generaba una tristeza enorme verla así. El primer día de clase experimentó una crisis de ansiedad, y es que sus mayores temores eran el no adaptarse, el que sus antiguos compañeros no se acordaran de ella, pero esa sensación, esos miedos duraron un par de días. Ahora, dos meses después se encuentra feliz y completamente integrada, sacando unas notas estupendas, haciendo gimnasia que es lo que más le gusta y siendo como es. Adaptación exitosa.

Y #Eldecasi7…ese no tenía mucha idea de qué era lo que estaba ocurriendo. Decía que lo entendía, asentía, pero cuando hablábamos del colegio de Madrid lo que él interpretaba es que era otro centro en otro lugar pero que en esencia sería el mismo y con sus mismos compañeros en clase.

Cuando llegamos a Madrid no albergaba ningún recuerdo. Ni del entorno, ni del barrio, y de la casa tan solo recordaba su cama, «el cajón» como él lo llamaba, que no es más que la cama inferior de una cama nido (que no es que tengamos a la criatura en un sinfonier durmiendo, que sé que es lo que parece…)

El primer día de clase me dejó completamente sorprendida: entró solo, sin mirar atrás, con paso firme y a la hora de recogerlo estaba contentísimo. Estuvo un par de días hablando de las cosas que estaba aprendiendo, de los dos amigos que se había hecho, «al final seré amigo de toda la clase como en Melilla, ya verás». Y yo estaba feliz.

Pero a la semana comenzaron los problemas. De pronto no quería ir al colegio, tenía que llevarlo a rastras -literal-. No quería entrar, iba llorando, volvía enfadado, no quería hacer las tareas, se olvidaba libros y material y las notas de «no respeta las normas de clase» se sucedían en la agenda. Adaptación complicada y fallida.

Este comportamiento de desinterés y rechazo a nivel escolar se extrapoló a casa. Si bien es un niño que siempre ha marcado sus tiempos y su espacio, algo desobediente, nunca ha sido un niño conflictivo, ni un niño constantemente enfadado. Ahora teníamos a un pequeño con un estado de ánimo irascible, a la defensiva, agresivo, triste…

Llegó un momento en el que nuestro día a día era un círculo de llantos, gritos, portazos, rechazos, más llantos que se desencadenaban a la mínima que surgía cualquier tema relacionado con el colegio o cualquier solicitud por mi parte que implicase una mínima responsabilidad.

Imaginad la situación. ¿Dónde estaba el niño gracioso y ocurrente?¿Y el niño cariñoso y feliz?

«Los deberes son una tontería», «el colegio es una estupidez», «me aburro»…estas frases eran una constante y francamente, una parte de esta conducta realmente me la esperaba.

Alejandro siempre ha sido un niño especial, con un algo que lo hacía destacar. Siempre fue precoz en todo, y no solo eso, autónomo, independiente, ávido de saber, curioso, creativo, sensible…

Y eso es lo que les transmití a sus tutoras con las que me reuní la semana pasada, realmente preocupadas porque él no se integra en el aula y ya llevan dos meses. No está motivado y solo participa si el tema es de su interés. Ahí sí, ahí salta como un resorte y comienza a hablar sin parar emocionado.

En parte esto me alivia. Mi gran temor es que toda su frustración la proyectara en rabia e ira, como en casa pero no, en el aula lo que transmite es desidia, dejadez y falta de conexión.

Coincidimos en una cosa: la apreciación y el convencimiento de que es muy inteligente, brillante y de que la forma de trabajar en el aula con él debía ser más individualizada y diferente.

Me reconfortó -no os imagináis cuanto- observar la implicación y preocupación de las docentes, de verdad. Es de agradecer que ante un solo alumno, siendo consciente del enorme trabajo que tienen, se genere esa inquietud por seguir trabajando para ayudarle y lograr que vuelva a ser un niño que va feliz a su colegio.

Empatía. Mucha.

Lo que mi hijo pequeño está viviendo sin haber cumplido los 7 años es demasiado para asimilar y procesar: cambio de ciudad, de colegio, de casa, de amigos, a un lugar del cual no tienes recuerdos. Cuando nos fuimos de aquí tenía tres años y ahora mismo Melilla es (era) su mundo. De pronto se lo quitamos y lo introdujimos en otro en el cual todos estamos adaptados, somos felices, en el que nos desenvolvemos bien y  se encuentra desubicado. Si a esto le sumas que su padre, al mismo tiempo que nos mudamos se ha marchado a Irak y no regresa hasta marzo…¿qué podemos esperar?

Tenemos mucho trabajo por delante que hacer en cuanto a gestión de emociones y estimulación. Lo sé. Pero estoy contenta porque he encontrado una sintonía en el colegio que sé nos va a hacer este camino más fácil.

Un camino que comienza con la derivación a la Orientadora del centro y la iniciación de un protocolo de detección de Altas capacidades.

No sé si al final será diagnosticado como tal, es lo que menos me importa. En cualquier caso es un niño talentoso y tenemos entre todos que canalizar esas capacidades para evitar la frustración y el fracaso. Lo demás pues ya se verá.

Por lo pronto en el aula ya se van a introducir cambios y yo, por mi parte estoy indagando junto a él en intereses a los que darle forma por las tardes.

Y algo os puedo decir, si tener un niño con discapacidad intelectual es duro, otro con una capacidad cognitiva elevada no lo es menos. Incluso en algunos momentos más por la falta de información y recursos. Aunque es cierto que me emociona en cierta parte poder formar parte de su aprendizaje, intentando acompañarle en todo momento.