Siempre he sido de constitución delgada y alta (mido 1’70).
De pequeña estaba muy flaquita, lo que siempre fue objeto de múltiples visitas al pediatra y vitaminas a tutiplén. La fijación de mi madre por «qué seca está esta niña» hacían que me pasase el día entre inyecciones bebibles, comidas enriquecidas con sesos y mucho puchero.
Eso sin contar mi estado nervioso por naturaleza, que hacía que, literalmente, se me cerrase el estómago. Si ya de por sí no comía mucho, en situaciones estresantes vivía prácticamente del aire.
De adolescente me escondía en jerseys talla XXL y vaqueros gigantes. Eso de ser dos patillas andantes era lo peor que me podía pasar frente a mis compañeras desarrolladas y con buenas formas.
Con 18 años me apunté a un gimnasio para ganar peso, a ver si eso del músculo me hacía coger más curvas, porque mi complejo, queridos, era ser un saco de huesos

Eso sí, un saco de huesos de cadera bien ancha con pistoleras y piel de naranja, porque una cosa nada tiene que ver con la otra. Y cintura poca, poquísima.

Comencé a ensanchar ya mayorcita, cuando acabé la Universidad, para mi alegría, lo reconozco. De hecho, cuando me casé, el traje de novia me quedaba, por decirlo finamente algo petado«Serás la primera novia a la que tenemos que sacar tela en lugar de meter»
Pero ¡qué felicidad! por fin dejaba la talla de niña para siempre. Dos, tres tallas más…Sí, a-le-grí-a. Aunque utilizo tallaje diferente para parte superior e inferior, no me importa, como si usara tres más. Me da igual. Me gustan las formas, las redondeces, eso es cuestión de gustos, ¿no?
Entonces con 32 años llega al fin el reloj biológico y me convierto en madre, por partida triple en cuatro años.
Así que me dediqué a ser un yoyó andante: que si 9 kilos de más, que si 8 de menos, que si 14 de más, que si 10 menos, que si 8 de más, que si 6 menos, que de repente me encuentro sola con los 3 durante 8 meses, pues pierdo lo impensable…y así.
Como decía aquél, «francamente querido, me importa un bledo» la talla. Si bien no me gusta -ni me ha gustado mucho nunca- verme con poca ropa -en bikini vaya-, pero ha sido de siempre, me encanta verme vestida marcando figura. Ponerme unos vaqueros, un jersey, un vestido y verme ideal de la muerte, estupenda. Independientemente del tallaje, por favor. ¿Hay algo mejor que verte maravillosa?
Y me revientan los miles de mensajes que recibo en mi correo (y evidentemente acaban en SPAM) de clínicas de adelgazamiento, dietas, lipos, asesoramiento para adelgazar. Me parecen despreciables, además de la mayoría de ellos vendehumos.
No me importan mis pistoleras, ni mi celulitis, ni mis estrías post embarazo. Pero lo que no soporto, bajo ningún concepto es la tripa ni, sobretodo la fofez máxima que me envuelve. Podría incluso disfrutar de mis michis si me viera fofisana. Pero no es el caso.

Que me salten a la yugular ya, por favor, que me critiquen. Como si lo viera.

Tan sólo reclamo el derecho a no sentirse bien, a tener la oportunidad de reflexionar y a partir de ahí querer disfrutar de buena salud y desear de cambiar de vida.
Y yo me pregunto, ¿sólo las personas que se encuentran por encima de su peso pueden estar a disgusto?¿Y las que no llegan? ¿Y las que gozamos de figurilla algo amorfa?
Porque para mí, la clave es la SALUD, con mayúsculas y el estar conforme con uno mismo.
Ahora mismo mi cuerpo no habla de salud. La piel no es una piel sana, ni mi cabello, ni mi flaccidez. Lo reconozco, llevo una vida sedentaria, de un estrés desmesurado y una dieta desequilibrada. La rutina es un frenesí y me cuesta organizarme, y al final del día mi sensación es la de agobio por no haberme respetado, porque me encuentro mal físicamente y, aunque la última responsable soy yo, no soy el único factor a tener en cuenta.
A veces las circunstancias que nos tocan vivir no nos permiten hacer ese cambio de chip de manea instantánea.
Primero necesitamos un cambio de actitud para lograr un fin.
En mi caso, ha sido un año vertiginoso de descenso a todos los niveles que me ha llevado a pesar 8 kilos más este verano que el pasado (algo que para mí se traduce en «nopuedoabrocharmenada»), en migrañas constantes, en flojera máxima, en problemas de sueño, en ataques de ansiedad.
Tras pasar unas vacaciones sin disfrutar y deseando que terminaran, me miré al espejo y por fin tuve claro que necesitaba cambiar.
Por mí primero, por los demás después.
Porque no me gusto, y no pasa nada.
Porque el cuerpo post parto se ha alargado 9 años y yo creo que ya está bien.
Porque la dejadez no hace que me sienta más orgullosa de ser madre. Para nada.
Me siento bendecida y agradecida cada mañana y cada noche por ello.
Pero verme no me reconforta. Y reconocerlo no supone nada malo.
Si tengo canas, me las tiño.
Si tengo espinillas, me las quito.
Pues ahora le toca el turno al físico. A marcar objetivos, que ni de lejos son embutirme en una 36 ni 38. Nunca. Jamás.
Son reconciliarme conmigo, darme mayor seguridad y volver a quererme. ¿Hay algo de malo?
Sólo quiero sentirme ágil, desintoxicada, oxigenada…el placer que te da el sudor de desgastar energía y distrés. El comer una comida en condiciones. El recuperar un estado de ánimo que te hace coger el mundo por los cuernos.
Y oye, que lo mismo no tengo que perder nada. Sólo ejecutar ese plan y sentirme bien. A lo mejor sólo tengo que comenzar a organizar mi vida para empezar a verme de otra manera y recuperar el optimismo.
Nuestra percepción es así, vinculada a nuestros estados de ánimo. Pues voy a cambiarla, ¿no?
Porque quiero volver a gustarme otra vez.

 

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