Habitualmente me acuesto a las nueve de la noche, incluso antes. Es el único modo de tratar arañar cinco o seis horas de sueño con una calidad mínima antes de que algunos de los tres se despierte de madrugada para no volver a dormir.
Uno se acostumbra, es verdad, pero eso no quita que una mala calidad de sueño sea un problema de salud, porque lo es. Y las consecuencias físicas y mentales al final llegan.
Ayer mi única aspiración vital era irme a la cama, desde que me despertaron a las cuatro. No veía el momento. Un día intenso y complicado, sin parar y solo podía pensar en un rato de soledad y cerrar los ojos. ¿Evasión? Seguro. ¿Necesidad? Toda la del mundo.
Alejandro se entregó a la causa muy pronto, demasiado. El no haber dormido siesta, el haberse levantado de madrugada, días precedentes con arranques de rabietas desafiantes que lo tenían exhausto…y así fue.
Rodrigo en su línea sobre las nueve, como un reloj de precisión suiza.
Y Aitana estuvo de cumpleaños. La hora de llegada era incierta y, aunque no podía mantener los ojos abiertos, al mismo tiempo en mi interior sabía que era un día para ella, lo merecía. Merecía pasar la tarde con amigos, desconectar un rato de nervios, estrés, responsabilidades tempranas adquiridas y ser una niña. Llegó a las once a casa, feliz pero derrotada. Yo hacía una hora que no dejaba de mirar el reloj, nerviosa, ansiosa pensando en todo lo malo que le podía haber pasado, a ella y a los padres de su amiga que amablemente se hicieron cargo de la peque por una tarde. Irracional, lo sé, pero esos pensamientos no eran más que la consecuencia de un estado de ansiedad latente desde hacía días. Taquicardias, sudores fríos, móvil en la mano, llaves de casa, ventana abierta a la calle mirando sin parar…
No soy excesivamente protectora. No era yo. Eran un cuerpo y una mente que se iban disociando y que hacían que a cada segundo mi estado fuera peor. Pero llegó, y llegó bien. La acosté conmigo y pude comenzar a respirar con tranquilidad, a controlar la frecuencia cardíaca, a regular pensamientos.
No sé a qué hora me dormí.
Sé que me desperté organizando una agenda semanal de tareas pendientes que no sé cómo voy a gestionar. Carga mental hasta en sueños.
Y cuando intentaba volver a intentarlo, invocando a Morfeo, Hipnos, Sandman o quien sea, Rodrigo empezó a gritar. «una crisis» pensé y salí corriendo. Estaba llorando y era evidente que algo le dolía. Si tuvo una crisis epiléptica lo desconozco, es posible porque el estado postictal que suele presentar es parecido. Mezcla de enfado, dolor, malestar y llanto, en ocasiones con vómitos y diarrea. No sé. El caso es que no se encontraba bien. «¿Qué tienes hijo?«, le dije mientras le acariciaba la cabeza. Y ahí tuve que quedarme, de rodillas sobre la cama de su hermano (que ya andaba por el salón, eran las cuatro, otra vez).
Hora y media tratando de averiguar qué hacer con él. Me cogía, me soltaba, me acariciaba, reía, lloraba, gritaba, lanzaba cosas, se calmaba, y al final se levantó.
Otro día más. Acumulando cansancio.
No, no se trata de dar pena. Es lo que tenemos. Y seguro que mejorará.
Estar sola dificulta mantener rutinas especialmente con un niño como Rodrigo.
A veces hay personas que con la mejor intención me dicen que los niños necesitan cansarse, salir más, hacer más actividades en casa…y agradezco esos consejos pero no son factibles. No puedo ir a un parque sin más, no puedo ir de paseo más allá del entorno que rodea mi casa y siempre con la perra, y siguiendo un camino muy concreto. No puedo tampoco estar demasiado tiempo haciendo una actividad dejando la supervisión de Rodrigo de lado.
Eso no quiere decir que los peques se aburran. O estén desatendidos. Es solo que uno aprende a multiplicarse, a agendar, a inventar y a fortalecer que entre ellos inventen sus tiempos de ocio, más en puentes tan largos.
Hoy será otro día. Diferente, seguro. Y quién sabe cómo acabará, ¿no?