Humildad: «virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento» (RAE)

Una cosa he aprendido a lo largo de todos estos años como madre de un niño con discapacidad severa: el mundo tiene una percepción de él como un ser débil, en ocasiones un escalón por debajo del ciudadano de a pie.

Vulnerable, indefenso, poco válido…y es que las expresiones “pobrecito”, o “qué lástima” han retumbado en mis oídos no en pocas ocasiones mientras estoicamente he escuchado sin responder. Ahora todo es diferente, rebato esos conceptos porque no los comprendo ya que mi hijo no es alguien a quien tener lástima o pena, porque tengo la perspectiva de la experiencia y eso me ha cambiado como persona a unos niveles que jamás pensé.

Porque no siempre fue así.

Estudié psicología (hace muchos, muchos años) y si bien la discapacidad no fue algo excesivamente presente en la carrera sí cursé materias relacionadas. Recuerdo con claridad a una profesora explicar diferentes síndromes, sintomatologías, pronósticos, cómo afectaban a la vida diaria de los niños y sus familias con una actitud muy muy paternalista  y mientras sentir que se me removía todo por dentro. Sentía pena, dolor, tristeza, sentía que era una mala suerte del destino el que a esa familia “les tocase”,  y sobre todas las cosas temía que me pudiera pasar a mí.

Y desde mi posición de espectadora privilegiada, con más formación que muchos de mi edad (y menos que otros, por supuesto), había cierta superioridad. Ahora lo veo así. Yo me encontraba en el escalón superior.

Una compañera tenía una hermana con Síndrome de Down, algo de lo que no solía hablar mucho -tampoco era algo que tuviera que surgir en nuestras conversaciones de universitarias- pero cuando lo hacía no conseguía entender ese halo de normalidad y amor incondicional exento de toda pena o condescendencia.

Años después trabajé con un niño con Autismo. Parte de mi desempeño era lograr esa naturalización en el entorno mientras aplicaba la terapia correspondiente, pero los recuerdos que tengo de su madre, del hermano pequeño y de él eran de mirarlos con tristeza y pensar en la suerte que yo tenía. Casi 20 años después aún los tengo localizados y sí, han luchado contra mil obstáculos y su vida ha sido muy difícil por mil contratiempos, pero no pueden ser más felices.

No fue hasta que ocupé su lugar, como madre, que lo entendí.

Ostentamos una situación de poder, más cuando se trata de niños, más aún si la discapacidad es su compañera de vida.

Decidimos por ellos, qué terapias, qué comidas pueden ser mejores para su patología, enfermedad, condición o trastorno, qué ropa, qué…con la mejor de las intenciones, porque nosotros podemos, sabemos, y ellos no.

Hasta que nos equivocamos.

Terapias en las que confié ciegamente y resultaron ser falacias y engaños, sentir que lo estuvimos obligando a hacer determinados ejercicios cuya eficacia descubrí que no estaba probada, quitar alimentos, añadir suplementos a la dieta.

Y los errores en este camino fueron los que me hicieron aprender a diferenciar y a ver que no tenía razón, YO no tenía razón, me había equivocado. La adulta capaz, la normotípica, la que estaba puesta en mil temas, la que llevaba formándose e investigando años se había equivocado. La alumna ejemplar, la de los mil títulos, la empollona no lo sabía todo.

Los primeros años de locura terapéuticas para aprovechar esa plasticidad cerebral, ¿verdad?…ahora siento que presionaba a Rodrigo, porque realmente esperaba ese cambio milagroso que anulara el diagnóstico temporal de retraso madurativo. Con el tiempo -de nuevo el tiempo- entendí que él era el que marcaba los tiempos, que las capacidades eran suyas, no mías. Quizás no quería asumir la realidad de su afectación. Quizás me sentía algo fracasada como madre, terapeuta, como mujer formada. Pero eso era problema de mis inseguridades.

Intenté serlo todo a la vez, hasta perder el aliento, perderme por el camino para ser la mejor madre posible. Y no sentía alcanzar esa meta. Porque me resultaba muy difícil Rodrigo, en general, como un todo (carencias, noches de insomnio eternas, epilepsia, miedos). Ahora me miro y pienso si quería demostrarme algo a mí misma o a los demás, porque para él seguro que era la mejor madre del mundo mundial a la mitad de potencia, y sin ponerlo a él como excusa ante el mundo.

Y en un momento me sentí vulnerable, y desde esa vulnerabilidad tuve la inmensa suerte de entender la humildad.

Humildad para reconocer que no podía con todo, que no lo sabía todo, que no era dueña del destino de nadie, que no era más que nadie.

Siempre me ha gustado ser fuerte y tratar de ayudar a otros, pero no siempre es posible. Y no pasa nada si se reconoce. Eso es humildad.

Que había dos niños más, que la vida era complicada, que sola no podía, que no era autosuficiente -sobre todo cuando son bebés, es imposible-, que hay momentos da bajón en el que las fuerzas te flaquean y necesitas dejar entrar a otros, delegar en mi marido, aceptando que nada va a ser perfecto, y que no es necesario. Eso es humildad.

Asumir las críticas de otros, que te digan que te estás equivocando en algo y vencer ese orgullo -difícil, muy difícil- para entender que tenían razón y tú no. Eso es humildad.

Uno de los mejores regalos que Rodrigo en sus 12 años me ha dado.

 

 

 

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