«Mamá, ¿estás cansada?»
 Cada vez que mi hijo de 10 años me pregunta esto el alma  se me cae a los pies. Es un niño muy emocional y en cuanto mi estado de ánimo no es el que a él le cuadra, lo primero que hace es preguntarme si me encuentro mal, si estoy enfadada o es que estoy muy cansada.
 

Hubo un tiempo en el que trataba de convencerle de lo contrario con una sonrisa forzada, pero al final era tan poco convincente que optaba por un «un poquito cariño, un poquito», a lo que me respondía con mirada incrédula.
 

«Mamá, tienes los ojos grises»
Cuando las ojeras aparecen por el pasillo antes que yo… Esos días en los que mi único objetivo vital es que lleguen las 9 de la noche para darles un beso de buenas noches y poder dejarme morir en el sofá un rato hasta que empiecen los desveles nocturnos. Y esperar el viernes como agua de Mayo, al menos para no tener que ir corriendo durante dos días a ningún sitio.
Poder disfrutar de los tres sin tener la sensación de quitar el tiempo a deberes o quehaceres. Pasar el tiempo con ellos porque sí. Haciendo cosquillas a uno, jugando a la consola con otro, viendo una serie con la mediana, manteniendo charlas, tumbándome con ellos, leyendo juntos, jugando a un juego de mesa…
Poder pasar un rato a solas con mi marido y no tener que limitarnos a saludarnos por el pasillo entre idas y venidas, y cuando paramos, ya a última hora, ni darme cuenta de que caigo como un tronco, derrotada.
 

No me gusta que mis hijos me vean cansada, porque después del cansancio lo que ven es tristeza, y mal humor, pero no soy una madre perfecta, y sí, estoy cansada, triste y de mal humor. Más de lo que quisiera. Especialmente desde que la pandemia irrumpió en nuestra vida. Reconozco que me he reído menos, a veces muy poco y eso duele, porque ha habido momentos en los que he estado tan ocupada con mi cansancio que no he sido capaz disfrutar de las pequeñas cosas.
 

Pero afortunadamente la vida es cíclica, y todo va pasando, los momentos de angustia que este virus nos han dejado también, ya que han ido transformándose en una realidad con la que hemos aprendido a convivir. Yo he ido recuperando mi ser poco a poco y se nota, pero el cansancio, ese cansancio a veces me devora.
La casa, los niños, la discapacidad de Rodrigo, el trabajo, sacar un nuevo proyecto, estar para otras familias, mantener el equilibrio en la pareja, mantener tu propia cordura…
 

Cuando al final del día hago repaso veo listas interminables tachadas me genera satisfacción, lo reconozco. Pero al mismo tiempo todo lo que ha quedado por hacer y pasa al día siguiente me incomoda y me sacude, como si alguien me estuviera echando una reprimenda, Ese alguien es mi yo perfeccionista que nunca descansa y que por más que intento acallarlo no hay manera.
 

También, cuando acaba el día, el reloj me dice que he alcanzado mi objetivo de miles de pasos, no sé cuántos pisos, me felicita incluso…He estado activa pero desde luego no es mi idea de ponerme en forma de manera saludable. Hablo de caminatas rutinarias a mil revoluciones, siempre corriendo, de subidas y bajadas de escaleras, entrando y saliendo de la habitación alternando dobles jornadas, siempre mirando el reloj pautando tiempos, por si llego tarde. Porque la sensación es la de llegar con la lengua fuera a todo.
El estrés matutino que sigue siendo enorme, así pasen los años. Porque ellos crecen, y si adquieren autonomía y habilidades, pero van surgiendo nuevas dificultades. Las mañanas se transforman en juegos del supervivencia que te dejan agotada cuando llegas a casa. Trata de que cumplan sus mini tareas, de que el pequeño se centre y no se deje algo, haga caso (que es una batalla casi perdida), que Rodrigo colabore en vestirse, asearse, a veces incluso caminar…Cuando no quiere andar, o se tira al suelo…
 

Afortunadamente mi marido, mi compañero en este camino, ahora ya puede recoger por las tardes a sus hermanos y eso ha sido un salto cualitativo enorme. No os imagináis. Porque sigue siendo el mismo camino que hago desde hace casi diez años y que estaré haciendo…pues supongo que siempre, pero ya es algo más automatizado, que quitando la espera de un autobús que cumplir horarios es algo que lleva regular, quitando eso, ahora es una tarea más en mi rutina que gestiono sin estrés y con ganas por verle la cara al bajar y verme. Porque eso aunque lo diga mucho, compensa días de mierda. Os lo prometo.
 

Con los años todo se lleva mejor. Nos organizamos mejor. Ya no nos ponemos metas imposibles, no me comparo ni me culpo por no ser esa madre que pensaba que tenía que ser porque la sociedad era lo que me había transmitido. Eso ya lo he superado y ayuda, muchísimo, reconocerse.
Además, siempre he sido partidaria de explicarles a los niños las cosas sin metáforas, según su edad. No me escondo, les explico el motivo de mi cansancio y lo que pueden hacer por mi. Quiero que sean conscientes de la realidad y que no vivan en un mundo que les vende una imagen muchas veces idealizada y falsa. Y quiero que vean que también mamá expresa emociones porque es lo más sano del mundo.
 

Aún tengo que seguir trabajando eso sí mi autoexigencia para que ese cansancio que me roba momentos cada vez sea menor. Sé que hay una parte que no puedo controlar: las épocas en las que Rodrigo dueme mal, como ahora, con tantos despertares; momentos en los que se acumula el trabajo; temporadas en las que mi marido pueda no estar… Pero sí hay otra parte en  la que yo tengo mucha responsabilidad a la hora de organizar y priorizar, y aunque es mi talón de Aquiles, sé que cada día sigo aprendiendo a hacerlo un poquito mejor.

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