Pues sí, que yo sigo erre que erre con la intención de elevar el espíritu navideño, porque hay que dejar los días grises atrás, olvidarnos de ellos, y, si no puedes, al menos aparcarlos y dar paso a nuevas ilusiones.
Y para ello, lo mejor es hacer un ejercicio de introspección y ver qué cosas te importaban, te emocionaban, te movían cuando eras pequeño, o en algún momento en el que recuerdes ser feliz, pero de verdad, así, en mayúsculas.
¿Que no se te ocurre nada? No te preocupes, tengo para regalar, y puedes tomar prestados los míos.
Mira, mira…
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El olor de las castañas asadas. En el momento que el castañero se coloca en la esquina a preparar el puesto ya es la señal: estamos a unos metros del Adviento. Que sí, que en manga corta y a 21 grados cuesta hacerse, pero venga, un poco de imaginación, que el frío acabará llegando.
Las luces del árbol de Navidad. Si algo me fascinaba de pequeña, que a su vez fascina a mis hijos, son las luces del árbol. Es mágico, casi hipnótico. Me encanta levantarme cuando todos duermen para tomarme un café con leche en soledad, con la única luz de ese árbol. Me relaja, me inunda. Llámame ñoña pero es así.
El turrón de chocolate. Pero no cualquiera. El Suchard. El clásico. El que compro con la excusa de los niños pero que claramente es para mí. El que me recuerda a las bandejas que ponía mi madre y cómo a mi hermano y a mí los ojos se nos salían de las órbitas. El que un bocadito era manjar de dioses. Era el sabor de la Navidad. Y lo sigue siendo, porque el turrón, en marzo, no sabe igual.
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Los villancicos. Pueden ser añejos, cansarte, todo lo que quieras pero siempre, siempre, acabas cantando. Da igual si es mientras planchas, chateas, paseas, juegas…Siempre. Y tú lo sabes.
 Sí, soy yo. Vergüenza y dignidad, ¿dónde te hayas?
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Volver a casa por Navidad. Sí, el anuncio del Almendro se escribió por mí. Da igual si voy para cinco días o tres semanas. Llegar a casa de tu madre con el olor de siempre. Pasear por las calles de tu infancia y encontrarte a la gente que no ves desde hace tiempo, y ahora hacerlo con tus hijos…Disfrutar de la Navidad sin sentirte un extraño en otra ciudad, sino que esos días siento que el tiempo no ha pasado y nunca me he ido.
Las películas de Navidad, como ya comenté en un post anterior. Qué sería la Navidad sin la chica que pierde el espíritu y la vida le da una nueva oportunidad volviendo al pasado para cambiar las cosas, volver a creer y recuperar a su amor del instituto…¿Eh?
La carta a los reyes. Porque yo la he seguido escribiendo. Antes de tener niños incluso, ya que nunca he dejado de creer en ellos, y los sigo disfrutando con la misma intensidad o más. Cierto es que ahora esa carta es una epístola, que somos muchos, y hay mucho por lo que pedir perdón, muchas promesas y muchas propuestas…
La noche de reyes. No hay nada, nada en el mundo que me emocione más. Nada. Desde la cabalgata, el roscón, preparar los zapatos, la comida para los camellos, la bebida para sus majestades…Nada hay mejor.
EL DÍA DE REYES. El mejor día del mundo mundial del Universo, de este y los paralelos. El único pero, que sólo dura 24 horas. Estar dando vueltas en la cama esperando una hora decente para levantarte…Bueno, esto es bastante irónico teniendo en cuenta que aquí se toca diana a las cinco de la mañana, así que imagínate esa noche ahora que los peques son más conscientes…Y estar horas en pijama, jugando -los mayores también- comiendo roscón hasta reventar…
Así que dime, ¿compartes alguna de estas sensaciones?

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